ArtículosLas leyes y decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución Nacional

23 agosto, 2023

Título: Las leyes y decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución Nacional

Autor: Pozo Gowland, Héctor M.

Publicado en:

Cita: TR LALEY AR/DOC/8370/2012

  1. Introducción

En los últimos años la legislación argentina se ha caracterizado por la sanción cada vez más frecuente de leyes de emergencia y decretos de necesidad y urgencia. Para algunos autores las particularidades que presentan este tipo de normas han dado lugar a la conformación del denominado derecho de la emergencia. En numerosas oportunidades la Corte Suprema se pronunció acerca de la legitimidad de estas disposiciones legales, indicando los presupuestos y requisitos que ellas deben cumplir para no trasgredir la Constitución nacional.

Los antecedentes normativos y jurisprudenciales iniciados en setiembre de 1921 con la ley 11.157 —que congelaba los alquileres de las locaciones urbanas a los precios de 1920— y la sentencia que sobre ella pronunció la Corte en “Ercolano c. Renshaw “, del 28 de abril de 1922 (“Fallos”, 136-170), y que culminan con el decreto 36/89 —de restitución de plazos fijos en Bónex 89— y el fallo de la Corte en “Peralta, Luis A., y otro c. Estado Nacional”, del 27 de diciembre de 1990, permiten establecer algunos principios y criterios con que las leyes de emergencia han sido consideradas frente a la Constitución nacional e indica la evolución que sobre el particular ha existido.

Un aspecto importante a destacar es la amplitud de las restricciones que se han ido aceptando con fundamento en situaciones de emergencia. Ello lleva a plantear si mantienen vigencia los criterios elaborados a partir de “Ercolano c. Renshaw ” frente a la amplitud de las limitaciones que se han ido aceptando con fundamento en la emergencia, y si continúan siendo expresiones del poder de policía o si, al contrario, el rigor que ellas imponen y su duración exigen ubicarlas dentro de otro ámbito, como sería el “estado de sitio económico” propiciado actualmente por algunos autores.

Las leyes de emergencia suponen la existencia de una confrontación de intereses jurídicamente protegidos en los cuales la superación de una situación de crisis, la satisfacción del interés público y el logro del bien común exigen la imposición de limitaciones extraordinarias en el ejercicio de los derechos individuales. Como señalamos, el tratamiento que la Corte ha ido brindando a estas normas indica una evolución en la cual se ha ido ampliando el alcance de las limitaciones que cabe imponer con motivo de situaciones de emergencia, flexibilizando incluso los condicionamientos para su legitimidad. En muchos casos, incluso la Corte ha ampliado de manera quizá excesiva los fundamentos invocados para justificar y otorgar legitimidad a las restricciones impuestas, situación en la cual se podría encuadrar el caso “Peralta”, conforme a las razones que más adelante indicaremos.

Lo expuesto hace conveniente repasar aquellos principios que han sido elaborados respecto del “derecho de la emergencia”, establecer los alcances de las limitaciones que cabe imponer en tales circunstancias, verificar si ellos son aplicables en toda clase de limitaciones a los derechos constitucionales y, finalmente, determinar los mecanismos que eficazmente permitan efectuar el adecuado control de legalidad. El estudio de estas cuestiones y el planteamiento de algunos de los aspectos más conflictivos que actualmente presenta en nuestro derecho conforman el análisis que efectuaremos de las leyes y decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución nacional.

El esquema bajo el cual hemos estructurado este trabajo consiste en: a ) definir qué se entiende por leyes de emergencia y decretos de necesidad y urgencia; b ) destacar los aspectos principales de las leyes de emergencia enfrentándolos con el esquema general de declaraciones, derechos y garantías y con el sistema de gobierno que establece la Constitución nacional; c ) considerar la particular situación de los derechos y garantías constitucionales que con mayor frecuencia resultan afectados por las normas de emergencia, con particular referencia a la realidad actual que vivimos; d ) señalar los aspectos más conflictivos y cuestionados que actualmente presentan los decretos de necesidad y urgencia frente a la Constitución. Finalmente, a modo de conclusión enunciaremos una síntesis de las cuestiones tratadas que a nuestro entender se plantean como más problemáticas en nuestro derecho y que consecuentemente requieren mayor elaboración por parte de los hombres de derecho.

  1. Las leyes de emergencia y los decretos de necesidad y urgencia

La función de legislar a cargo del Congreso tiene por finalidad dictar las normas jurídicas que permitan crear las condiciones en virtud de las cuales se logren los propósitos de unidad nacional, justicia, paz interior, defensa común, bienestar y libertad, y posibiliten el ejercicio de los derechos por todos los integrantes de la sociedad mediante su reglamentación. Por ello, la síntesis de la Constitución bien puede expresarse en respeto a la libertad y logro del bien común.

El ejercicio del poder de policía o, como señalamos más adelante, de la función de legislar, constituye un deber del Estado que tanto debe cumplir en circunstancias ordinarias como de crisis. La Corte ha dicho que “el carácter excepcional de los momentos de perturbación social y económica, y de otras situaciones semejantes de emergencia y la urgencia en atender a la solución de los problemas que crean, autorizan el ejercicio del poder de policía del Estado, en forma más enérgica que lo que admiten los períodos de sosiego y normalidad” (“Fallos”, 200-450), y que “en un estado de emergencia, lo que el derecho premiosamente exige es que con respeto de las limitaciones constitucionales, se ponga fin al estado de emergencia, cuya prolongación representa, en sí misma, el mayor atentado contra la seguridad jurídica. Es decir que la teoría de los “emergency powers ” se funda en que la situación amenazadora es socialmente más peligrosa que los poderes necesarios para combatirla” (“Fallos”, 243-449).

Las leyes de emergencia exigen como antecedente fáctico un “estado de emergencia”, que en definición dada por Linares Quintana consiste en aquellas situaciones que exigen la sanción de leyes específicas para satisfacer una necesidad colectiva súbita, grave, accidental, imprevista, respondiendo así a un estado de necesidad que tiene por sujeto necesitado a la colectividad, que ejecuta el acto o hecho necesario por medio del órgano estatal correspondiente: El Poder Legislativo (confr . Segundo V. Linares Quintana, La legislación de emergencia en el derecho argentino y comparado, “J.A .”, t. 30, p. 921). Como señalaron Aráoz de Lamadrid y Oyhanarte , la policía de emergencia “supone, como presupuesto de hecho, una situación de emergencia, es decir, la existencia de una crisis o bien de un grave trastorno social originado por acontecimientos físicos, políticos, económicos, etc. Ante la imperiosa necesidad de afrontar los daños o riesgos creados por esta situación de emergencia y de borrar o mitigar sus efectos, la potestad reglamentaria del Congreso, a lo que se refiere el art. 14, se hace más amplia y profunda y, por lógica derivación da origen a una mayor injerencia del Estado en el régimen de los derechos humanos. Opérase , pues, una intensificación del poder estatal y resultan constitucionalmente válidos medios o procedimientos que en circunstancias normales no lo serían”, agregando que “acontecimientos extraordinarios, demandan remedios también extraordinarios” (“Fallos”, 243-470).

En consecuencia, la legislación de emergencia es la que contiene limitaciones extraordinarias al ejercicio de los derechos constitucionales dispuestas en razón de circunstancias que revisten particular gravedad, pero que mantienen vigentes las garantías constitucionales, o, como señaló Bielsa , es aquella que “considera una necesidad colectiva súbita grave, que debe satisfacerse con disposiciones que faltan en la legislación y que pueden apartarse de los principios generales del sistema positivo teniendo presente que el imperio total de la Constitución, sus poderes, sus declaraciones y garantías, no cesan ni aun en estado de necesidad, al menos por los procedimientos de derecho” (confr . Rafael Bielsa , El estado de necesidad con particular referencia al derecho constitucional y administrativo, en “Anuario del Instituto de Derecho Público”, Rosario, t. 3, mayo 1939-abril 1940, p. 85).

En ocasiones el carácter súbito o accidental de tales supuestos o, la urgencia en aplicar las restricciones para superar la emergencia, no permiten que las normas sean dictadas por el Congreso. En tales circunstancias el Poder Ejecutivo recurre al dictado de decretos de necesidad y urgencia que formalmente revisten la condición de reglamentos y materialmente de ley. Estos decretos, cuyo análisis efectuaremos en el capítulo correspondiente, significan el ejercicio por parte del Poder Ejecutivo del “poder de policía de emergencia”.

  1. Las normas de emergencia ante la Constitución nacional. Cuestiones generales

Haremos referencia a distintos aspectos relativos al análisis general de las normas de emergencia. Como advertencia debemos señalar que de algunas de las cuestiones que mencionaremos, tales como el poder de policía y la división de poderes, sólo destacaremos los aspectos sobresalientes de la legislación de emergencia ante la Constitución.

La legislación de emergencia tradicionalmente ha sido ubicada como una expresión resultante del estado de necesidad, la cual, sin: embargo, debe ser encuadrada dentro del régimen establecido por la Constitución. Linares Quintana, quien junto con Bielsa inició el estudio de las normas de emergencia, ha dicho: “El estado de necesidad, como justificación jurídica de la acción del Estado sobre la integridad personal del individuo o de su patrimonio, sobre todo en ejercicio del poder de policía, tiene caracteres que lo diferencian del estado de necesidad en el derecho penal y en el derecho civil. La cuestión, en el derecho público positivo, se coloca, al decir de Bielsa , en los términos siguientes. La Constitución, ante todo, y las leyes protegen, por declaraciones y garantías individuales y colectivas, los atributos de la personalidad, su libertad, su honor, su propiedad, su integridad física y moral. Pero el deber de asegurar el bienestar general, la seguridad colectiva, la salud y la moral pública —todo lo que entra en el derecho de conservación— es deber esencial del Estado. «Contra ese peligro —dice Bielsa — reacciona el Estado, es decir, sus órganos, aun a falta de normas que autoricen la reacción, y sin necesidad de invocar derechos subjetivos, sino como obra del individuo amenazado por un peligro en su persona o en sus bienes, si ese peligro es grave e inminente. Esa reacción no constituye un derecho orgánico, sino el ejercicio de una actitud de defensa frente a otra acción o situación, cuyas consecuencias no podrían evitarse ni repararse de otro modo para volver las cosas al estado amenazado por la situación peligrosa. El estado de necesidad solamente puede admitirse encuadrado en los principios de la Constitución —usualmente se manifiesta en la legislación de emergencia—, la cual, como ordenamiento jurídico de la Nación para regir en la normalidad como en la anormalidad, ha previsto la crisis y la emergencia en sus disposiciones, en la medida de lo previsible. Bien ha dicho la Corte Suprema, en el caso Compañía Azucarera Tucumana v. Provincia de Tucumán, que ‘la Constitución es un estatuto para regular y garantir las relaciones y los derechos de los hombres que viven en la República, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y sus previsiones no podrían suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse'” (confr . Segundo V. Linares Quintana, Derecho constitucional e instituciones políticas, t. II , ps . 462 y 463).

  1. El poder de policía. La Constitución nacional dedica su primera parte a partir del art. 14 a enunciar los derechos de todos los habitantes de la Nación. Ello no significa el otorgamiento de tales derechos, sino el reconocimiento de su existencia, ya que como señala el art. 33 “las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del puebla y de la forma republicana de gobierno”. La Constitución, en el art. 14, dispone que todos los habitantes “gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”, con lo cual se estableció el principio conforme al cual ningún derecho es absoluto y todos están subordinados a las leyes que reglamentan su ejercicio (“Fallos”, 136-161, 142-80, 191-197, 253-133, 253-154, 254-56 y sus citas, etc.). Sin embargo, en el art. 28 se advirtió que “los principios, garantías y derechos reconocidos en los anteriores artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio”.

De esta manera la Constitución, al tiempo que reconoce en forma amplia los derechos y garantías, destaca que ellos no revisten un carácter absoluto, ya que están limitados por las reglamentaciones que regulan su ejercicio, las cuales resultan necesarias para “hacerlos compatibles entre sí y con los que corresponde conocer a la comunidad” (“Fallos”, 253-154). Mediante el art. 28 la Constitución procura evitar que por vía reglamentaria puedan restringirse en forma ilegítima los derechos y garantías generando verdaderas extinciones de ellos.

Así fue como la propia Constitución estableció los límites para la reglamentación de los derechos por ella consagrados. Alberdi, un año antes de dictada la Constitución, decía: “Ninguna constitución se basta a sí misma, ninguna se ejecuta por sí sola. Generalmente es un simple código de los principios que deben ser base de otras leyes destinadas a poner en ejecución esos principios […]. Nuestra Constitución misma reconoce esa distinción. Los principios, garantías y derechos reconocidos, dice el art. 28, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su ejercicio, y el art. 67, inc. 28, da al Congreso el poder de hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes concedidos por la Constitución al gobierno de la Confederación Argentina”. Y agregaba más adelante: “Lo que debió hacer la Constitución en este punto lo hizo y fue al antídoto, el contraveneno, la garantía para que el poder dado a la ley de hacer efectiva la Constitución no degenerase en el poder de derogarla con el pretexto de cumplirla […]. La Constitución argentina vio el escollo de las libertades, no en el abuso de los particulares tanta como en el abuso del poder. Por eso fue que antes de crear los poderes públicos trazó en su primera parte los principios que debían servir de límite a esos poderes; primero construyó la medida y después el poder. En ello tuvo por objeto limitar no uno sino a los tres poderes” (confr . Juan Bautista Alberdi, Sistema económico y rentístico de la Conf. Argentina según su Constitución de 1853, p. 62).

De esta manera, para crear un equilibrio entre el bien común y los derechos individuales la Constitución establece el principio de la relatividad de los derechos. La necesidad de encontrar un límite a esa relatividad, o, lo que es lo mismo, de precisar cuándo hay o no hay alteración de los derechos constitucionales reglamentados ha sido una preocupación constante en nuestro derecho, procurando mantener el referido equilibrio tanto en épocas de tranquilidad coma de crisis.

Incluso fue admitido por el mismo Alberdi ni bien sancionada la Constitución, cuando escribió: “Si al prometer estas garantías la Constitución hubiera querido dejar en manos del legislador el poder de alterarlas o derogarlas por leyes reglamentarias de su ejercicio, la Constitución sería hipócrita y falaz. Tal pensamiento no debe asomarse en la cabeza de nadie. Enumerando sus diferentes medios de garantizar la seguridad personal, la Constitución ha dado a la ley los límites de los cuales no puede salir su acción reglamentaria de esa garantía, sin la cual la propiedad y la riqueza son quiméricas” (confr . Juan Bautista Alberdi, Sistema…, p. 64).

Lo expuesto significa que la reglamentación de los derechos y garantías consagrados en la Constitución, constituye una función en cuyo anverso se halla la de limitar su ejercicio frente a los derechos de los demás, pero en el reverso encontramos la no menos importante misión de establecer las disposiciones y demás medios que permitan el efectivo y verdadero ejercicio de los derechos que la propia Constitución consagra.

La potestad reguladora del ejercicio de los derechos y del cumplimiento de los deberes constitucionales de los habitantes ha recibido tradicionalmente la denominación de “poder de policía”. Tal designación ha sido objeto de numerosas críticas, no sólo por la errónea identificación que ha tenido con el término “policía”, sino básicamente porque ella está referida a la actividad legislativa, con lo cual para estar de acuerdo con su significado la denominación correcta debería ser “poder de legislación”. Sin embargo, la enorme difusión que tuvo desde que por primera vez fue empleada en 1827 por el juez Marshall en “Brown v. Maryland “, ha sido el motivo para que continúe utilizándosela.

La potestad legislativa reguladora de los derechos manifestada por la función del órgano legislativo, demanda su ejercicio en forma continua y permanente, de manera de asegurar el ejercicio de los derechos y garantías por parte de todos los integrantes de la sociedad y crear las condiciones que permitan a éstos alcanzar en su conjunto los propósitos de justicia, paz, bienestar, prosperidad y libertad enunciados en el Preámbulo de la Constitución nacional. Sin embargo, las circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales que se van sucediendo en una nación son variables conforme los momentos de prosperidad y crisis que vive toda sociedad. Dentro de tales momentos se hallan los de emergencia, los cuales, como ya señalamos, constituyen situaciones de grave trastorno social que no pueden ser superadas por las normas pensadas para épocas de normalidad y sosiego. Tales circunstancias no crean un poder adicional. Como señaló la jurisprudencia norteamericana, en expresión reiteradamente citada por nuestros tribunales, “la emergencia no crea el poder, ella puede dar ocasión para el ejercicio del poder. Aunque la emergencia no puede dar vida a un poder que nunca ha existido, ello no obstante, la emergencia puede dar una razón por el ejercicio de un poder existente ya gozado” (243 V.S ., 332, “Wilson v. New “, 1917).

En situaciones de crisis, la nota tipificante de la potestad reglamentaria o poder de policía consiste en que ella debe ser ejercida con mayor rigor en cuanto al alcance de las limitaciones que puede ser necesario imponer para superar tales circunstancias.

Aquí el legislador se coloca frente a tres necesidades: la de superar la emergencia, la de contemplar el interés público general, y la de procurar que las limitaciones a imponer sean lo menos rigurosas posible según las exigencias de las circunstancias, de manera de mantener vigente el principio de legalidad y la vigencia de las garantías constitucionales. Este equilibrio muchas veces es difícil de lograr. Sin embargo, la propia Constitución, mediante el sistema de división de poderes, al asignar al Congreso el ejercicio del poder de policía de emergencia, procura instaurar un mecanismo que asegure el control que permita considerar el mérito o conveniencia de tales necesidades.

Las hipótesis de emergencia son infinitas, así como también las exigencias que de ellas pueden derivar. Las situaciones de emergencia tradicionalmente afectaban determinados sectores de la sociedad o ámbitos de la economía respecto de los cuales se aplicaban ciertas restricciones en forma transitoria. Sin embargo, últimamente, debido a la mayor participación que el Estado ha ido asumiendo en sus actividades y a la consecuente crisis que ello ha generado, se han extendido considerablemente las restricciones impuestas al ejercicio de los derechos constitucionales.

Según que el poder de policía sea ejercido en situaciones normales o bien en circunstancias extraordinarias, dio lugar a lo que la propia Corte ha considerado como una especie del poder de policía: el “poder de policía de emergencia”.

Es de destacar la influencia que en el ámbito del poder de policía y del poder de policía de emergencia tuvo la jurisprudencia norteamericana. Ello es plenamente verificable con la lectura de los fallos de la Corte, especialmente a partir de “Avico v. De la Pesa” (“Fallos”, 172-29 a 97). Ello condujo a aplicar un criterio flexible en la admisión de limitaciones a los derechos constitucionales, configurativo del alcance amplio o “broad and plenary ” del derecho norteamericano, por oposición al alcance restringido o “narrow ” del derecho europeo. El seguimiento que en muchos casos tuvo y sigue teniendo la Corte Suprema respecto del máximo tribunal norteamericano ha sido, en algunos casos, excesivo e incorrecto, debido a la inexistencia en la Constitución de aquel país de una disposición como el art. 28 de la Constitución argentina. Esta norma, cuyo alcance es típico y originario de nuestra ley fundamental, encuentra su fuente en los capítulos 16, 17, 18 y 23 de las Bases de Alberdi, en las cuales procuró establecer precisamente una limitación al arbitrio legislativo, administrativo y judicial, dando preeminencia a las normas de la Constitución.

La diferencia entre poder de policía y poder de policía de emergencia ha sido cuestionada por algunos autores, por entender que la mayor o menor rigidez y alcance que se pudiera otorgar a las limitaciones de los derechos constitucionales no justifica efectuar tal diferenciación. Incluso entienden que muchas veces las restricciones impuestas bajo la denominación de leyes de emergencia corresponden más bien a un estado de sitio económico (confr .: Alberto Bianchi , El estado de sitio económico, “Rev. Col. Ab . Bs. As.”, t. 50, n° 1); Miguel Á. Ekmekdjian , El instituto de la emergencia y la delegación de poderes en las leyes de reforma del Estado y de emergencia económica, “L.L .”, 1990-A, 1125). Entendemos que razones de orden didáctico o pedagógico justifican la distinción entre poder de policía y poder de policía de emergencia, por cuanto permite una mayor comprensión de las situaciones legisladas y de las características impuestas en la reglamentación de los derechos. Si bien es correcto que no existe una distinción conceptual según que el poder de policía sea ejercido en circunstancias normales o anormales, ya que como sostiene la Corte, “la emergencia no crea poder”, sino que ella “da razón para el ejercicio de un poder existente”, existe una diferenciación, debido al mayor rigor que presentan las restricciones impuestas en situaciones de crisis, lo cual requiere, para su legitimidad, el cumplimiento de determinados requisitos que normalmente no son exigidos en el ejercicio normal u ordinario del poder de policía.

Lo expuesto significa que el poder de policía, de legislación o potestad de reglamentación de los derechos es uno solo; corresponde al Congreso y su ejercicio variará según sean las circunstancias que den lugar a él. Sin embargo, se debe tener presente que la Constitución, al tiempo que permite la reglamentación de los derechos, impide, cualquiera que sean las circunstancias, que sean alterados por tales reglamentaciones, ya que aun ante crisis sociales, económicas o políticas mantienen vigencia las garantías constitucionales, a no ser que exista expresa declaración de estado de sitio, con las exigencias previstas en el art. 23 de la Constitución nacional.

Por ello, debemos insistir en que nuestra Constitución impone extremar los mecanismos de control para establecer los límites al poder de policía, aun cuando sea ejercido con motivo de situaciones de emergencia. Ello significará mantener en vigencia lo dispuesto en el art. 28 de la Constitución nacional. Así, en el supuesto en que las razones superiores de interés público exigieran suspender la vigencia de dicha garantía, deberá mediar declaración previa de estado de sitio, de ser ello procedente según sean las circunstancias, o bien colocar las restricciones bajo el régimen de responsabilidad del Estado, con lo cual estarán salvaguardados los derechos de propiedad e igualdad que pudieran haber sido afectados.

  1. La división de poderes. La Constitución nacional, en su primer artículo, establece que “la Nación Argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal”. La mención que al comienzo la Constitución efectúa en cuanto a la forma republicana no fue resultado de la casualidad, sino, al contrario, prueba concluyente de la importancia que sus autores le otorgaron al establecer dicha forma de gobierno, la cual fue ratificada en los arts . 29 y 95 de la Constitución, al prohibir el otorgamiento al presidente de la Nación de la suma del poder público o facultades extraordinarias y vedarle el ejercicio de funciones judiciales. Es que la república como forma de gobierno tiene un contenido que inspira y da forma a todas las instituciones que la Constitución más adelante reconoce y consagra.

La definición ya clásica de república dada por Aristóbulo Valle señala: “La república es la comunidad jurídica organizada sobre la base de la igualdad de todos los hombres, cuyo gobierno es simple agente del pueblo, elegido por el pueblo de tiempo en tiempo y responsable ante el pueblo de su administración. En el sentido de la Constitución de Estados Unidos y de la Argentina, esta idea general se complementa con la existencia necesaria de tres departamentos de gobierno, limitados y combinados que desempeñan, por mandato y como agentes del pueblo, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial” (confr .: Aristóbulo del Valle, Derecho constitucional, Bs. As., 1895, t. II , p. 70).

Uno de los aspectos sobresalientes del régimen republicano la constituye la división de los poderes del Estado, cuyo planteo inicial lo efectuó Aristóteles en Política, libro VI , cap . XII , continuó Locke en el Ensayo sobre el gobierno civil, y desarrolló con mayor plenitud Montesquieu en El espíritu de las leyes. La división de poderes o de funciones tiene por finalidad constituir un reaseguro en favor de la vigencia del Estado de derecho, el cual exige que exista una verdadera interdependencia de los poderes del Estado. La división funcional y horizontal del poder tiene por finalidad asegurar la libertad humana mediante un sistema de frenas y contrapesos. Como señala Linares Quintana, “el sentido específico del principio de la división de los poderes no es el de una simple distribución de las funciones del Estado en distintos órganos, para el más eficiente desempeño de ellas, desde el punto de vista de la técnica, análogamente a la división del trabajo que se opera en la industria para lograr un mayor rendimiento. El principio se encamina a asegurar el goce efectivo de la libertad a través de la división o fragmentación del poder del Estado y de la existencia y el funcionamiento de diversos órganos gubernativos que, al desempeñar separada y coordinadamente las funciones estatales, se controlan y frenan recíprocamente, impidiendo que cada uno de ellos exceda su competencia constitucional con la supresión o detrimento indebidos de los derechos de los habitantes. Es función de freno y fiscalización que cada uno de los órganos del gobierna ejerce con respecto a los otros órganos lo que más esencialmente caracteriza al principio de la división de los poderes, que de otra manera no pasaría de ser nada más que una mera clasificación de las funciones estatales de acuerdo con el precitado principio de la división del trabajo” (confr . Segundo V. Linares Quintana, La Constitución interpretada, p. 312).

El ejercicio del poder de policía de emergencia corresponde ser ejercido por el Poder Legislativo en virtud de lo dispuesto por la Constitución en sus arts . 14 y 67, incs . 16 y 28.

El sistema de división de poderes, en su relación con el dictado de normas de emergencia, plantea una cuestión tradicional de las ciencias políticas y del derecho constitucional: el carácter absoluto o de interdependencia que se debe atribuir a los poderes del Estado. Este tradicional debate, en el cual Madison efectuó una encendida defensa en favor de interrelación en El Federalista (nos. 47 y ss .), en posición mayoritariamente compartida por los autores en su interpretación de los textos constitucionales, plantea, sin embargo, la necesidad de determinar el alcance que cabe admitir de tal interdependencia, ya que no se debe olvidar que el fin primordial de este sistema es servir como reaseguro que garantice la libertad, impida el absolutismo que con fundamento en situaciones de crisis podría incurrirse en el ejercicio de los poderes públicos y asegure el principio de legalidad en el ejercicio de las potestades públicas. Por ello, frente a la exclusividad que en principio corresponde al Congreso en el dictado de las normas de emergencia, la mayor o menor rigidez que se le otorgue a la división de poderes determinará la flexibilidad con que se permita el dictado de estas normas también por el Poder Ejecutivo.

La importancia de la cuestión ha sido recientemente destacada por la Corte Suprema en “Peralta c. Estado Nacional” en sus considerandos 17 a 24, en los cuales se pronunció en favor de una flexibilización de la división de poderes adecuándola a las necesidades en las distintas circunstancias históricas, impidiendo así un excesivo rigor sobre el que la Corte dice que “tal «división» no debe interpretarse en términos que equivalgan al desmembramiento del Estado”.

La división de poderes constituye uno de los pilares de nuestro sistema constitucional, el cual ha sido instituido en beneficio y protección de la libertad, para asegurar que no serán afectados ilegítimamente por la actuación de las autoridades públicas el ejercicio de los derechos y garantías. Tal división de poderes no debe aparecer como un obstáculo para implementar los mecanismos necesarios para superar situaciones de crisis según las circunstancias y exigencias que ellas pudieran plantear. Sin embargo, en tales hipótesis, en las cuales resulta necesaria la aplicación de rigurosas limitaciones en el ejercicio de los derechos, hay que extremar los mecanismos de control, que precisamente constituyen el propósito fundamental de la división de poderes. Ello es así no sólo para evitar que las restricciones impuestas sean excesivas frente a las situaciones que se deba superar, sino también para asegurar que respondan efectivamente al interés público general. Toda restricción en los derechos, aun cuando sea impuesta a un solo individuo, significa una privación que estará justificada sólo en la medida en que sirva para superar la crisis que afecte el interés público y sea aplicada respetando las garantías constitucionales que mantienen plena vigencia. En nuestro sistema jurídico el control en cuanto a la conveniencia de las medidas dispuestas corresponde al Poder Legislativo, ya que al Poder Judicial, como señalaremos más adelante, le está reservado sólo el control de legalidad y razonabilidad. Esta modalidad en el control de las normas de emergencia pone de manifiesto la importancia que reviste la vigencia de la división de poderes.

Lo expuesto hace que las normas de emergencia, ante situaciones extraordinarias, deban ser dictadas por el Poder Legislativo, por ser a quien constitucionalmente le corresponde, admitiéndose la actuación inicial del Poder Ejecutivo únicamente bajo la condición de que exista posterior ratificación inmediata y expresa del Congreso, cuya intervención se convierte así en indispensable.

Lo señalado nos plantea otro tema de análisis constitucional, como es la delegación de funciones legislativas en el Poder Ejecutivo o incluso en la administración pública, cuyo estudio desarrollaron extensamente Villegas Basavilbaso , en el capítulo III de su tradicional Derecho administrativo, y Alberto Bianchi , al elaborar recientemente su teoría de los reglamentos delegados en la administración. La delegación de facultades legislativas fue tradicionalmente rechazada por la Corte Suprema a partir de 1927, conforme a los fundamentos que planteó en el conocido caso “Delfino “, repitió treinta años después en las causas “Mouviel ” y “Bruno” (“Fallos”, 148-430 y 237-636) y mantuvo firme con posterioridad. Allí la Corte definió a la delegación “cuando una autoridad investida de un poder determinado hace pasar el ejercicio de ese poder a otra autoridad o persona descargándolo sobre ella”, siendo categórica al sostener que “el Congreso no puede delegar en el Poder Ejecutivo o en otro departamento de la administración, ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido expresa o implícitamente conferidos”. En el ámbito de la delegación legislativa, la Corte, que también en este tema recibió una importante influencia de la jurisprudencia norteamericana, al tiempo de pronunciarse contraria a la delegación, mantuvo un criterio amplio en cuanto al ejercicio de la potestad reglamentaria otorgada al Poder Ejecutivo por el art. 86, inc. 2, de la Constitución.

La delegación de facultades legislativas y el alcance que corresponde otorgar a la potestad reglamentaria del Poder Ejecutivo, constituyen importantes cuestiones que hacen al análisis de las normas de emergencia ante la Constitución. Ello surge del enfrentamiento entre la necesidad de ampliar el actuar del poder estatal para poder enfrentar la crisis, para lo cual el Poder Ejecutivo se halla dotado de mayor agilidad operativa, y la exigencia ya expuesta de respetar la división de poderes y evitar el avasallamiento a la libertad y las garantías mediante la excesiva concentración de poder.

El ejercicio de funciones que estrictamente no competen al Poder Ejecutivo muchas veces obedece al actuar unilateral que éste desarrolla, y otras a la excesiva delegación que el Poder Legislativo efectúa en favor del Ejecutivo (v.gr ., autorización que las leyes 23.696 y 23.697 otorgan para que el Poder Ejecutivo disponga prórrogas de la situación de emergencia que dichas normas establecen).

El alcance de las limitaciones que imponen las leyes de emergencia exige que sean dispuestas por el Congreso, estando prohibida la delegación de dichas facultades en el Poder Ejecutivo. A este último corresponde, por el art. 86, inc. 2, de la Constitución dictar las disposiciones reglamentarias, sobre lo cual la Corte ha dicho que “no se excede en su facultad reglamentaria constitucional, cuando simplemente se aparta de la estructura literal de la ley, siempre que se ajuste al espíritu de la misma”, agregando que si bien “el texto legal es susceptible de ser modificado en sus modalidades de expresión siempre que ello no afecte su acepción sustantiva, no es menos exacto que por aplicación de tales reglas no pueden llegar a validarse reglamentos contradictores con disposiciones inequívocas de la ley. Semejante hecho importaría, más que el ejercicio del poder reglamentario, la derogación por decreto del precepto legal afectado, con menoscabo del principio previsto en el art. 17 del Código Civil, según el cual “las leyes no pueden ser derogadas en todo o en parte sino por otras leyes”, y con indudable olvido del límite constitucional de las facultades del Poder Ejecutivo de la Nación, art. 86, inc. 2, de la Constitución nacional” (“Fallos”, 151-5, 183-147 y 230-758).

Lo expuesto hace que si toda restricción debe ser impuesta por ley del Congreso, igual criterio debe aplicarse a las prórrogas que según las circunstancias pudieran resultar necesarias, siendo inconstitucionales delegaciones que permitan lo contrario. Al Poder Ejecutivo sólo corresponde reglamentar las restricciones que el Congreso haya dispuesto, ya que como señalamos la imposición de limitaciones extraordinarias torna precisamente más exigente la efectividad de los controles y consecuentemente la vigencia del sistema de división de poderes. Como recientemente ha sido señalado “en forma reiterada, la Corte Suprema de Justicia de la Nación ha establecido que el Congreso no puede delegar en el Poder Ejecutivo ninguna de las atribuciones o poderes que le han sido expresa o implícitamente conferidos, puntualizando la diferencia que existe entre la delegación propiamente dicha y la potestad conferida para reglar los pormenores y detalles necesarios para la ejecución de una ley (“Fallos”, 432-246; 349-270; 49-304; 1991-307)” (confr . Gregorio Badeni , La desnaturalización de la división de poderes y el proceso de desconstitucionalización , “Rev. Col. Abog . de Bs. As.”, t. 51, n° 1, p. 14).

Cabe referirnos al alcance que se puede atribuir a las “facultades implícitas” que los poderes del Estado pueden invocar en el ejercicio de sus funciones. Toda norma de emergencia impone restricciones extraordinarias, y como tales comprende un régimen de excepción (“Fallos”, 302-373; confr . T. Hutchinson , J. Barraguirre y C. Grecco , Reforma del Estado ley 23.696, p. 35). La necesidad de superar la situación de crisis no debe dejar a un lado dicha excepcionalidad. Como ha sido señalado tradicionalmente, la emergencia no crea poder, sino que el Estado cuenta con las atribuciones y el imperio para la satisfacción del interés público general conforme lo requieran las circunstancias extraordinarias que se vivan. Para ello cada poder cuenta con sus respectivas facultades, siendo ilegítima cualquier invocación de atribuciones implícitas que en tal situación se pudiera efectuar para justificar restricciones que con tal motivo el Poder Ejecutivo pudiera pretender aplicar cuando pudieran ser plenamente dispuestas por el Poder Legislativo. Ello significará una invasión de la zona de reserva que la Constitución designa a cada uno de los poderes del Estado. Ello atañe al principio conforme al cual la imposición de limitaciones extraordinarias a los derechos requiere aplicar con mayor rigor los mecanismos de control pertinentes.

  1. Vigencia de las garantías constitucionales

La Constitución no se limita a la mera enunciación de derechos, sino que va más allá, garantizando la vigencia de ellos. Las garantías consisten en otorgar seguridad a los habitantes que podrán gozar de sus derechos y exigir el respeto de éstos, para lo cual las leyes que reglamenten su ejercicio no podrán aligerar su sustancia, brindando los procedimientos judiciales que permitan la defensa en juicio, la vigencia del debido proceso y la igualdad (arts . 14, 16, 18 y 28). Dichas garantías se mantienen en todo momento, salvo en caso de conmoción interior o de ataque exterior que ponga en peligro el ejercicio de la Constitución y de las autoridades. En tales circunstancias corresponde la declaración del Estado de sitio por el Congreso, conforme lo disponen los arts . 23 y 67, inc. 26, durante el cual quedan suspendidas las garantías constitucionales. El estado de sitio constituye de esta manera la única situación en que la Constitución nacional permite suspender la vigencia de las garantías constitucionales.

La exigencia del mantenimiento de las garantías constitucionales con motivo de la sanción de normas de emergencia ha sido expresamente reconocida por la Corte Suprema. En el voto de los jueces Aráoz de Lamadrid y Oyhanarte en “Ángel Russo c. Della Donne , C.”, se dijo que “cualquiera sea la gravedad de la situación originaria de las leyes (de emergencia), no deja de regir la norma protectora contenida en el art. 28, C .N ., dado que, a diferencia de lo que acontece durante el estado de sitio, las garantías constitucionales no se encuentran suspendidas” (“Fallos”, 243-470).

Lo expuesto nos lleva a considerar importante que, frente a las actuales circunstancias que vive nuestro país y las técnicas legislativas utilizadas, se deba destacar la diferencia existente entre el estado de sitio y las leyes de emergencia, en cuanto durante estos últimos mantienen plena vigencia las garantías constitucionales. Para ello no se debe olvidar que respecto de estas leyes que se dictan en ejercicio del “poder de policía”, la Constitución prohíbe que puedan significar la extinción o alteración de derechos, debiendo mantener vigentes las garantías constitucionales. Fuera de ello se encuentra el estado de sitio, previsto para situaciones extraordinarias de conmoción interior o ataque exterior. Pero de ningún modo existe en la Constitución una posición intermedia entre el “poder de policía” y el “estado de sitio” que se pudiera denominar “poder de emergencia”. Es importante insistir en que la Constitución previó los mecanismos que permitan encauzar legítimamente la acción de gobierno y el ejercicio de los poderes públicos tanto en circunstancias normales como en situaciones de crisis o emergencia. Baste recordar los momentos históricos que rodearon la sanción de la Constitución. Esta aclaración es importante para aquellos casos en que determinadas crisis económicas se pudiera considerar que sirven como fundamento para disponer toda clase de limitaciones mediante la sanción de leyes de emergencia. Tal es el caso de las leyes 23.696 y 23.697, en las cuales, mediante la declaración “en estado de emergencia de la administración pública nacional”, “de la prestación de servicios públicos” y de “la ejecución de los contratos a cargo del sector público”, a partir de allí se pueda considerar que todo es posible, dejando a un lado el sistema jurídico y política que emana de la Constitución nacional.

No dudamos de que toda crisis debe ser superada, pero ello sólo puede efectuarse mediante las vías y con los recaudos que a tal fin prevé la Constitución. Si bien esta última contempla mayormente el ejercicio del poder público en situaciones de normalidad institucional y económica, también previó la existencia de crisis que genéricamente denomina de conmoción interior, para las cuales se autorizó a disponer el estado de sitio durante el cual se hallan suspendidas las garantías constitucionales. Tales conmociones, si bien tradicionalmente han sido encuadradas en el campo político, dando lugar al “estado de sitio político”, también pueden ser causadas por cuestiones sociales y económicas. Si para superarlas hubiera que suspender las garantías constitucionales, ello sólo puede lograrse mediante la previa declaración del estado de sitio, siendo inconstitucional cualquier suspensión que sea adoptada mediante la sanción de una ley que declare el “estado de emergencia” como si ésta fuese una vía legalmente alternativa.

La existencia de la habilitación legislativa no implica, por lo demás, que cualquier restricción que el Congreso establezca deba ser tenida por válida, debiéndose examinar en cada caso si se han respetado los límites constitucionales, uno de los cuales es que las garantías de la Constitución sólo pueden ser suspendidas mediante declaración del estado de sitio, y no por la sanción de leyes de emergencia. Éste es el motivo por el cual la Corte sostuvo que “fuera de que aun las leyes de emergencia no pueden escapar a las garantías y normas señaladas por la Constitución nacional y provincial, ni suprimir o alterar en favor del Estado las reglas creadas por la doctrina y la jurisprudencia para la interpretación de las leyes cuando de la aplicación de éstas surgen conflictos con los derechos de los particulares, fuera de eso, la situación de afligente apuro financiero que se hizo valer como causa para la sanción del gravamen, es sobre, poco más o menos, la misma en que se han encontrado la Nación y las provincias en las grandes crisis de su historia económica, y nunca se ha pensado que tal emergencia pudiera servir de antecedente justificado para cercenar o suprimir los derechos reconocidos por leyes anteriores”, agregando que “la Constitución es un estatuto para regular y garantir las relaciones y los derechos de los hombres que viven en la República, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra, y sus previsiones no podrán suspenderse en ninguna de las grandes emergencias de carácter financiero o de otro orden en que los gobiernos pudieran encontrarse. La sanción de una ley aun de emergencia, presupone, pues, el sometimiento de la misma a la Constitución y al derecho público y administrativo del Estado en cuanto éste no haya sido derogado” (“Fallos”, 150-150). Esta vieja sentencia de 1927 entendemos que encuadra correctamente las leyes de emergencia en cuanto al respeto que ellas deben mantener respecto de la vigencia de las garantías constitucionales. Ello evidentemente exige proceder en cada caso con un verdadero realismo jurídico para lograr la adecuación a la Constitución nacional.

  1. Condiciones para la legitimidad de las normas de emergencia.

La Corte Suprema ha cumplido un rol protagónico en la formación del régimen de las leyes de emergencia, en tanto la doctrina desempeñó tal función en lo referente a los decretos de necesidad y urgencia. Dentro del amplio ámbito del poder de policía la Corte fue delimitando los alcances y modalidades bajo las cuales la reglamentación de los derechos debía encuadrarse, habiendo contribuido especialmente a la sistematización de los presupuestos para el ejercicio del poder de policía de emergencia. El papel ejercido por la Corte, iniciado a partir de “Ercolano “, se vio fortalecido especialmente en “Avico , Oscar A., v. De La Pesa, Saúl G., s/ consignación” del 7 de diciembre de 1934 (“Fallos”, 172-29 a 97), donde la Corte se apoyó ampliamente en la jurisprudencia norteamericana, especialmente en lo resuelto por la Corte Suprema de ese país pocos meses antes —8 de enero de 1934— en un caso similar planteado en la causa “Home Building & Loan Association v. John H. Blaisdell y Sra.”, en el cual se discutió la constitucionalidad de una ley de moratoria hipotecaria. En aquella oportunidad, el procurador general Horacio L. Larreta señaló: “Los requisitos que debe llenar una ley de moratoria para que su sanción esté justificada, han sido mencionados en una sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos de que se ha hecho mención en esta causa. Es necesario para ello: 1) que exista una situación de emergencia que empuje al Estado al deber de amparar los intereses vitales de la comunidad; 2) que la ley tenga como finalidad legítima la de proteger los intereses generales de la sociedad, y no a determinados individuos; 3) que la moratoria sea razonable, acordando un alivio justificado por las circunstancias; 4) que su sanción sea temporal y limitada al plazo indispensable para que desaparezcan las causas que hicieron necesaria la moratoria”. Tales condiciones fueron a partir de allí reiteradamente exigidas por la Corte para la validez de las restricciones impuestas en ejercicio del poder de policía de emergencia por parte del Congreso, tal como señalaron Aráoz de Lamadrid y Oyhanarte en “Ángel Russo ” (“Fallos”, 243-470) y recientemente se reiteró en el considerando 40 de “Peralta”.

El análisis de las normas de emergencia frente a la Constitución hace necesario referirnos al criterio con el que los requisitos expuestos deben ser considerados. En tal sentido debemos señalar:

— Situación de emergencia definida por el Congreso. Esta exigencia tiene su razón de ser en la atribución que la Constitución otorga al Poder Legislativo, encomendándole el ejercicio del poder de policía —con el alcance que ya hemos señalado— y está vinculada a la vigencia de la división de poderes. Tratándose de limitaciones extraordinarias de derechos constitucionales, se torna más exigible la obligación de que deban ser dispuestas por el Congreso, conforme expresas disposiciones constitucionales (arts . 14 y 67, incs . 16 y 20). Es importante insistir en que la declaración de emergencia efectuada por el Congreso no debe ser considerada como una autorización para disponer todo tipo de limitaciones con el más diverso alcance, ni entendida como una autorización para que el Poder Ejecutivo disponga las medidas conducentes a superarla. Tal declaración no puede significar, como ya señalamos, una delegación de facultades, ya que la Constitución no autoriza a que ello ocurra tratándose de restricciones como las que resultan para superar situaciones de emergencia.

La declaración del Congreso puede estar precedida de una manifestación formal y expresa como contienen las leyes 23.696 y 23.697, pero es necesario que dispongan directamente la aplicación de las restricciones a los derechos individuales que en cada caso resulten pertinentes.

La exigencia obligatoria de la intervención del Congreso constituye el argumento principal invocado por los autores que niegan legitimidad al dictado de decretos de necesidad y emergencia, cuestión que abordaremos más adelante.

— Persecución de un fin público. Este condicionamiento tiene vinculación con la forma republicana de gobierno y con los propósitos que deben guiar la acción de gobierno, que en el caso de las normas de emergencia generan la aplicación de limitaciones extraordinarias a los derechos constitucionales.

El concepto de “fin público” e “interés público” constituye una de las expresiones más utilizadas en nuestra legislación y más difíciles de precisar. El fin o interés público varía según las circunstancias que vive la sociedad. Él no se identifica con intereses que afecten en modo directo a todos sus integrantes. En el caso de las leyes de emergencia, el fin o interés público comprende a aquellos valores cuya preservación interesa a toda la sociedad en su conjunto por estar vinculados a su supervivencia y a su seguridad, independientemente de la situación particular e individual que cada uno viva. Una crisis sanitaria que exija aplicar remedios extraordinarios interesa a todos que sea superada, y no sólo a quienes hayan sufrido contagio. La crisis económica que puede generar un colapso financiero también es una cuestión que afecta a todos en forma diferente, pero constituye un deber de las autoridades públicas superar conforme a los deberes que la Constitución pone a su cargo. Existen, sin embargo, situaciones no tan claras, como las leyes de emergencia que dieron lugar a los primeros antecedentes jurisprudenciales en la materia, los cuales estuvieron referidos a la reducción y congelamiento de alquileres (“Fallos”, 136-170; 204-195), prórroga legal de locaciones urbanas (“Fallos”, 136-161; 199-466; 200-158), reducción de intereses pactados en deudas hipotecarias (“Fallos”, 172-21), fijación de precios máximos (“Fallos”, 200-205; 205-386). Todas esas situaciones bien se podría decir que afectaban a locadores de inmuebles, a deudores y a compradores de bienes, o sea, a determinados sectores, y no a toda la sociedad.

La posibilidad de que el Estado imponga restituciones e incluso se entrometa en las relaciones privadas entre particulares bajo la invocación del interés público, ha generado tradicionalmente dos posiciones o respuestas diametralmente opuestas, que se vieron expresadas en el voto mayoritario de Palacio, Figueroa Alcorta y Méndez y en la disidencia de Bermejo en “Ercolano “, de la misma forma que la Corte Suprema de los Estados Unidos planteó tales posiciones en los votos mayoritarios y minoritarios de “Munn v. Illinois”, fallado en marzo de 1877. En “Ercolano “, precisamente siguiendo lo dicho en “Munn v. Illinois”, se sostuvo que “ya no se considera discutible el proceder del Estado para ejercer eficaz contralor sobre los precios de aquellos servicios que interesan en alto grado a la sociedad”, en tanto Bermejo entendió que “nuestra Constitución, que en su Preámbulo se propuso asegurar los beneficios de la libertad civil y en su art. 33 mantiene explícitamente los derechos y garantías derivados del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno, no admite la subordinación absoluta del individuo a la sociedad y desecha la. idea de un bienestar general adquirido a expensas del derecho y la libertad individual que, en definitiva, conducirían seguramente a un bienestar social más perfecto, no obstante transitorias perturbaciones”,, por lo que concluyó con lo dicho por la Corte en 1903 en cuanto a que “la vida económica de la Nación con las libertades que fomentan quedaría confiscada en manos de legislaturas o congresos que usurparían por ingeniosos reglamentos todos los derechos individuales hasta caer en un comunismo de Estado en que los gobiernos serían los regentes de la industria y del comercio y los árbitros del capital y de la industria privada (“Fallos”, 98-50)”. Estas diferentes posiciones son en definitiva las que formularon en el derecho norteamericano los jueces Marshall y Johnson por un amplio poder de policía opuesto al criterio restringido del derecho inglés sostenido por Blackstone .

Entendemos que si determinadas circunstancias impiden el ejercicio de sus derechos fundamentales por parte de algunos miembros de la sociedad, creándoles una situación de extrema dureza, es función del Estado aplicar aquellos mecanismos que permitan superar las causas distorsionantes cuando éstas no respondan al curso normal de los acontecimientos. No se debe olvidar que como garante de la libertad, prosperidad, bienestar y seguridad, es función del Estado impedir que circunstancias anormales y extraordinarias impidan el ejercicio de tales derechos. El pronóstico que efectuó Bermejo en su célebre disidencia en “Ercolano ” debe servir, sin embargo, para advertir las consecuencias que en la vida de una Nación tiene la excesiva justificación de la injerencia del Estado mediante el otorgamiento de un desmedido alcance a las cuestiones que se identifican con el interés público, en desmedro muchas veces de la seguridad jurídica que constituye también un valor que interesa a toda la sociedad y que lamentablemente no ha sido correctamente custodiado por los poderes del Estado. Por ello se debe controlar y restringir la invocación que muchas veces se realiza de las razones de “interés público” para justificar la imposición de determinadas cargas a algunos en detrimento de los derechos de otros, ya que en tal caso el Estado no se encamina como hacedor del bien común, sino como un distribuidor de derechos y privaciones respecto de los particulares.

La calificación del interés público, por último, tiene estrecha vinculación con el momento cultural que vive cada sociedad y con las condiciones naturales que en cada época imperen a efectos de que todos sus miembros puedan vivir y ejercer sus derechos.

— Transitoriedad de la regulación excepcional impuesta. En este caso el requisito está referido al carácter excepcional que debe revestir la emergencia y a que las limitaciones impuestas sean verdaderas restricciones, y no el aniquilamiento del derecho constitucional que se afecta.

La emergencia, tal como señalamos, constituye un hecho o situación extraordinaria, la cual no es posible solucionar mediante las previsiones contenidas en la legislación ordinaria. En consecuencia, el hecho extraordinario debe ser transitorio, ya que de lo contrario se convertiría en ordinario y permanente, con lo cual las limitaciones también deberían tener tal carácter. En ese caso la solución no estaría en sancionar leyes de emergencia, sino en aplicar el régimen indemnizatorio de la expropiación o de la responsabilidad extracontractual del Estado por su actividad legítima.

La transitoriedad constituye también un término cuya precisión en muchos casos resulta altamente conflictivo. Para ello la Corte elaboró la distinción entre la sustancia y los efectos de un derecho. La sustancia comprende el contenido del derecho. Los efectos se refieren a su ejercicio temporal. Frente a una limitación extraordinaria, la Corte ha dicho reiteradamente que “la validez constitucional de estas leyes se sustenta en que no afectan el contenido mismo de la relación jurídica ni ninguna de las partes constitutivas de la obligación. En situaciones de emergencia o con motivo de ponerles fin, se ha reconocido la constitucionalidad de las leyes que suspenden temporalmente los efectos de los contratos libremente convenidos por las partes, siempre que no se altere su sustancia, a fin de proteger el interés público en prevención de desastres o graves perturbaciones de carácter físico, económico o de otra índole”, insistiendo en la constitucionalidad de “las leyes que suspenden temporalmente, tanto los efectos de los contratos como los efectos de las sentencias firmes, siempre que no se altere la sustancia de unos y otros (“Fallos”, 243-467)” (confr . considerandos 42 y ss . de “Peralta c. Estado Nacional”).

Sin embargo, el análisis de la transitoriedad varía según los casos, ya que la excesiva prolongación de lo transitorio hace que pueda tener los mismos efectos que la permanente. No es lo mismo postergar el pago de beneficios previsionales , que disponer una refinanciación de otras deudas del Estado, por cuanto es más que probable que ambos acreedores no se hallen en la misma situación. En el primer caso, si bien las limitaciones serán transitorias, es muy posible que una vez que la transitoriedad haya trascurrido y sea restablecida la vigencia plena de los derechos, su titular no esté ya en condiciones de ejercerlos. Ello, hace que resulte indispensable evaluar puntualmente los alcances de la transitoriedad de las restricciones que pudieran aplicarse.

Asimismo se debe advertir que la transitoriedad no debe provocar la alteración de los derechos como resultado del trascurso del tiempo, ya que en tal caso se estará afectando el contenido de los derechos, y no sus efectos. Tal es el caso de la desactualización del valor de créditos cuya indisponibilidad fue dispuesta en razón de la emergencia. Son bien conocidos los efectos que la inflación tiene sobre el valor de la moneda. Por ello las limitaciones que signifiquen restringir la disponibilidad de sumas de dinero, que son limitaciones impuestas con mucha frecuencia debido a crisis económicas, deben tener en cuenta estas circunstancias. De lo contrario, con motivo de la emergencia no sólo se estará suspendiendo transitoriamente el derecho de propiedad, sino que se estará operando una trasferencia de derechos o beneficias en favor de unos y detrimento de otros, que de ningún modo debe ser el resultado de la aplicación de normas de emergencia. Ello se torna aún más ilegítimo cuando el beneficio por desconocimiento de actualizaciones verdaderamente beneficiosas se establece en favor del propio Estado.

Lo expuesto hace que la transitoriedad deba medirse en forma particular en cada caso y que las situaciones puntuales deban merecer también un tratamiento específico.

— Razonabilidad del medio elegido por el legislador. La razonabilidad constituye un condicionamiento impuesto por el art. 28 de la Constitución, relativo a la legitimidad de toda la actividad estatal, de la cual la Corte ha hecho múltiples aplicaciones. Siguiendo a Linares la razonabilidad consiste en primer término en la adecuación de los medios dispuestos con los fines que se pretende lograr, exigiendo en las normas de emergencia que exista una proporcionalidad entre las limitaciones impuestas y las circunstancias extraordinarias que se pretende superar. También significa que las leyes de emergencia deben contar con un fundamento válido conforme a los valores previstos en la Constitución —solidaridad, cooperación, orden, paz, seguridad— y una razón suficiente que justifique las limitaciones impuestas y que en el caso de las normas jurídicas hacen a su esencia (confr . Juan F. Linares, Razonabilidad de las leyes, p. 108, Astrea , 2ª ed .).

La razonabilidad se contrapone a la arbitrariedad. Por acto arbitrario se entiende en primer término, por su similitud con las sentencias judiciales, toda norma en la cual el legislador actúa fundado en su propio criterio sin conexidad alguna con la Constitución. Asimismo, la arbitrariedad está configurada por toda conducta injusta, inmotivada, incongruente, irrazonable, equivocada, palmariamente inequitativa , o que, como señala Bidart Campos, “denoten una irrazonabilidad e inconstitucionalidad notorias” (confr . Germán Bidart Campos, Régimen legal y jurisprudencial del amparo, ps . 253-254). La arbitrariedad en las leyes de emergencia se configura cuando ellas padecen de una total inexistencia de los valores contenidos en la Constitución y un desinterés evidente por respetar las garantías constitucionales.

El examen de la razonabilidad corresponde lógicamente al Congreso al dictar las normas de emergencia, pero de manera fundamental al Poder Judicial, sobre lo cual la Corte declaró que no puede controlar la razonabilidad de los fines perseguidos por la ley, pero si es competente para juzgar la razonabilidad del medio elegido para alcanzar esos fines. Así en “Fallos”, 247-121, sostuvo “que como también se advirtió en “Fallos”, 199-483 y 237-397, no es novedad la imposición legal de cargas que no son impuestos ni tasas, […] cuya constitucionalidad estaría condicionada, por una parte, a la circunstancia de que los derechos afectados fueran respetados en su sustancia y, por la otra, a la adecuación de las restricciones que se les impone, a las necesidades y fines públicos que los justifican, de manera que no aparezcan infundadas o arbitrarias, sino razonables, esto es, proporcionadas a las circunstancias que las originan y a los fines que se procura alcanzar con ellas (“Fallos”, 200-450)”. Sin embargo, entendemos que al Poder Judicial también corresponde velar para que los fines de las leyes no estén en contradicción con los valores y fines de la Constitución, aun cuando admitimos que dicho control debe tener lugar sólo en situaciones extremas cuando la emergencia es invocada para justificar limitaciones que se contraponen con la Constitución, como podría ocurrir bajo un régimen totalitario.

Los presupuestos o requisitos expuestos, referentes a la legitimidad de las normas dispuestas en ejercicio del poder de policía de emergencia conforme a las pautas establecidas por la jurisprudencia de la Corte Suprema, se complementan con el mantenimiento de la vigencia de las garantías constitucionales a las cuales ya hicimos referencia.

  1. Vigencia temporal de las normas de emergencia.

Otro aspecto conflictivo de las normas de emergencia frente a la Constitución está dado por el régimen al cual están sometidas en cuanto a su vigencia temporal. Estas normas se hallan regidas por las disposiciones generales que en la materia establece el art. 3 del Código Civil. Allí se dispone que las leyes “no tienen efecto retroactivo, sean o no de orden público, salvo disposición en contrario. La retroactividad establecida por la ley en ningún caso podrá afectar derechos amparados por garantías constitucionales”. Moisset de Espanés señala que “el principio cardinal que rige la materia es el de la irretroactividad de la ley, consagrado en el párrafo 29 del art. 3 del Código Civil. Cuando una ley modifica las condiciones o requisitos que deben conjugarse como “supuesto de hecho” para que se produzca el nacimiento, modificación o extinción de una relación jurídica, la nueva ley no puede aplicarse a aquellos casos en que la relación ya se había constituído o extinguido antes de su entrada en vigencia. Los mencionados hechos, que integran el factum , deben analizarse y juzgarse de acuerdo a la ley que regía en el momento que se produjeron. Lo mismo debe predicarse de los efectos o consecuencias que ya se han agotado. Obrar de otra manera significa conferirle a la ley carácter retroactivo, y aunque el legislador puede consagrar la retroactividad de una ley, no debemos olvidar que si sigue ese camino puede encontrar como valla a la Constitución nacional, piedra fundamental de nuestro ordenamiento jurídico, y tal retroactividad quedaría descalificada si afectase derechos o garantías constitucionales” (confr . Luis Moisset de Espanés , Irretroactividad de la ley y el nuevo art. 3 del Código Civil ).

La expresa mención efectuada en el tercer párrafo del art. 3 del Código Civil, conforme a la reforma introducida por ley 17.711, en cuanto a que “la retroactividad establecida por la ley en ningún caso podrá afectar derechos amparados por garantías constitucionales”, fue la solución que la jurisprudencia había impuesto con el antiguo articulado del Código, se tratare de leyes de orden público o no. Dicho agregado se originó en el dictamen preliminar de Orgaz en el III Congreso Nacional de Derecho Civil. Allí dijo que “conforme a nuestro régimen institucional, las normas que se refieren a los efectos de las leyes en cuanto al tiempo, son estas tres: a ) en principio, las leyes rigen para lo futuro (o, lo que es lo mismo, no tienen efecto retroactivo); b ) el Congreso puede, sin embargo, dictar leyes con tal efecto mediante declaración expresa; c ) en este último caso, no obstante, la retroactividad no puede afectar los derechos amparados por la Constitución. El artículo proyectado contiene sólo las dos primeras normas, sin duda porque su autor da tácitamente por obvia la tercera. Pero, aun así, es conveniente, para la claridad y precisión de la doctrina —sobre todo en un país como el nuestro, que ha establecido el control de constitucionalidad de las leyes por parte del Poder Judicial, lo que no ocurre en la mayoría de los países europeos—, que la disposición a establecer no omita la mención expresa de este límite que surge de la ley suprema” (confr . A. Orgaz, Dictamen preliminar, III Congreso Nacional de Derecho Civil, en “E.D .”, 36-735). Conforme con tales críticas, Orgaz señaló que en el campo constitucional es inevitable la referencia a los derechos adquiridos, pues, pese a las imperfecciones de esta doctrina, “en la práctica los jueces no podrán dejar de referirse a ella para detener la retroactividad —aun dispuesta por la ley— en protección de los derechos constitucionales”. El principio de irretroactividad deja de ser un mero criterio interpretativo y pasa a ser una exigencia constitucional en el supuesto de que la aplicación retroactiva de la ley redunde en menoscabo de la propiedad particular, pues no se puede sancionar leyes que afecten derechos adquiridos de carácter patrimonial, pues si así se hiciera, se vulneraría la garantía constitucional de la propiedad privada que contiene el art. 17 de la Constitución nacional.

La relación que guarda el principio de irretroactividad de la ley con la garantía del derecho de propiedad, llevó a Bidart Campos a decir que “cuando se ha declarado la inconstitucionalidad de alguna ley retroactiva no lo ha sido por la retroactividad en sí misma, sino porque ese efecto afectaba un derecho anteriormente incorporado al patrimonio, o por lesión a la garantía de inviolabilidad de la propiedad” (confr . Germán Bidart Campos, Derecho constitucional, t. II , p. 491).

Lo expuesto hace que las leyes de emergencia deban respetar el principio de irretroactividad establecido en el art. 3 del Código Civil, ya que el cumplimiento de esta disposición legal hace a la vigencia de la garantía constitucional al derecho de propiedad. Ello no impide que las leyes de emergencia impongan limitaciones a derechos constituidos al amparo de normas anteriores, ya que en tal caso las restricciones operarán sobre los efectos futuros de ellas.

Vinculado a este tema se halla la posibilidad de derogar normas y modificar retroactivamente situaciones jurídicas previamente constituidas, alterando efectos ya cumplidos al amparo de ellas. La Corte Suprema ha sido terminante en cuanto a que tales derogaciones no afectan los derechos adquiridos al amparo de normas derogadas, pudiendo las modificaciones operar para el futuro. En este sentido la Corte ha dicho: “No es admisible exigir indiscriminadamente el requisito de sentencia firme anterior a la nueva ley para tener un derecho como irrevocablemente adquirido bajo la vigencia de la ley anterior. No tratándose de algunos casos de sentencias constitutivas de derechos, las sentencias declaran la existencia de un derecho anterior a ella y condenan, precisamente, porque ese derecho estaba adquirido por la parte vencedora en juicio. Si bajo la vigencia de una ley el particular ha cumplido todos los actos y condiciones sustanciales y los requisitos formales previstos en esa ley para ser titular de un determinado derecho, debe considerarse que hay derecho adquirido aunque falte la declaración formal de una sentencia o de un acto administrativo, pues éstos sólo agregan el reconocimiento de ese derecho o el apoyo de la fuerza coactiva necesaria para que se haga efectivo. De no ser así, resultaría la inadmisible consecuencia de que la titularidad de un derecho individual vendría a depender de la voluntad discrecional del obligado renuente en satisfacer ese derecho. Cuando los hechos jurídicos, fuente o productores de derechos, como que son la causa eficiente del nacimiento de éstos (nota in fine del codificador a la sección segunda del libro II del Código Civil y nota al art. 896 del mismo), se han consumado en la forma prevista en la ley, debe considerarse que han producido su efecto específico de crear un derecho pleno, y no una mera expectativa. No se trata, por cierto, de atender a la mera contingencia fáctica de un hecho —natural e humano (nota art. 896, C .C .)—, sino a la virtualidad jurídica que les asigna la ley cuando esa virtualidad se ha actualizado en la realidad, el efecto se ha concretado e individualizado, entrando a la categoría de la situación pasada y consumada. Y entonces el legislador no puede desconocerla con posterioridad, porque no son consecuencias futuras de situaciones existentes (art. 3, cit .), sino situaciones consolidadas con derechos adquiridos e incorporados al patrimonio de su titular con raigambre constitucional (art. 3, in fine, C.C .; fallos citados supra en consid . 4, in fine )” (“Fallos”, 296-723).

En consecuencia, las leyes de emergencia deben respetar el principio de irretroactividad, no pudiendo desconocer derechos ya adquiridos, siendo posible, sin embargo, aplicar suspensiones transitorias al ejercicio de ellos o disponer modificaciones —como sería sustituír para el futuro un determinado sistema de actualización—, siempre y cuando tal cambio opere para el futuro y no genere una alteración sustancial del derecho afectado. Precisamente Boffi Boggero , en su voto en “Ángel Russo “, expuso los límites que la irretroactividad significa para las leyes de emergencia, respecto de lo cual la doctrina constitucional establecida claramente por la Corte indica que “mientras se halle garantida en la Constitución la inviolabilidad de la propiedad o en tanto que el Congreso no se halle investido de facultades constitucionales expresas que lo habiliten para tomar la propiedad privada sin la correspondiente indemnización, o para alterar los derechos derivados de los contratos… la limitación existe para el departamento legislativo cualquiera que sea el carácter y la finalidad de la ley” (“Fallos”, 243-470).

  1. Interpretación de las normas de emergencia.

Las normas de emergencia frente a la Constitución no sólo requieren que las limitaciones impuestas se adecuen al sistema de derechos y garantías allí dispuesto, sino además exige que la adecuación a los textos constitucionales se mantenga durante su aplicación. Ello plantea el tema de los criterios de interpretación de las normas de emergencia a los fines de su aplicación. Ya hemos señalado que esta legislación conforma un régimen de excepción impuesto en atención a situaciones extraordinarias. Ello hace que deba ser interpretada con carácter restrictivo, evitando incurrir en excesos en la aplicación de limitaciones. Este riesgo es muy probable que ocurra cuando quien aplique la norma tenga como único objetivo superar la situación extraordinaria con motivo de la cual ella fue dictada. Sin embargo, ello significará olvidar las características de estas normas y el régimen general de ellas.

Al respecto se plantea la posibilidad de aplicar un criterio amplio y otro restringido. En el primer caso se tiene en cuenta que las leyes de emergencia son dictadas con fines de interés público y para satisfacer necesidades extraordinarias, lo cual exige utilizar un criterio amplio que asegure cumplir con los propósitos tenidos en cuenta de superar y solucionar las causas que dieron lugar a estas leyes. Al contrario, si se advierte que las leyes de emergencia constituyen un régimen de excepción que consiste en la aplicación de limitaciones extraordinarias a los derechos constitucionales, cabe concluir en que deben ser aplicadas en forma restrictiva. Ésta ha sido la opinión de la Corte cuando sostuvo que “las leyes de carácter excepcional que restringen, por causa de emergencia, derechos amparados por la Constitución nacional, no deben ser interpretadas en forma extensiva, sino de manera estricta, para mejor preservar los principios y garantías de aquélla” (confr . “Fallos”, 264-334; 302-373; Hutchinson , Barraguirre y Grecco , Reforma del Estado, ley 23.696, p. 34).

Sin embargo, la Corte ha distinguido según que las leyes de emergencia generen limitaciones a los derechos personalísimos o restricciones de carácter económico-social, exigiendo un mayor rigor interpretativo en el primer caso en atención a la importancia que reviste el mantenimiento de ellos aun en casos de emergencia (“Fallos”, 303-397; 306-1311).

Con igual fundamento, no es posible pretender una aplicación de normas de emergencia invocándose la analogía, ya que esta última es tan sólo una forma de resolver situaciones jurídicas, que permite cubrir vacíos legislativos. Es una manera de integrar los vacíos de la ley. Por tanto, con fundamento en dicho vacío legislativo no es posible realizar una aplicación extensiva de la ley, teniendo en cuenta que ella establece un régimen de excepción. En tal caso, si la letra de la ley no indica que deba ser aplicada, y los principios generales del derecho señalan que todo régimen de excepción es de interpretación restringida, no se puede invocar la analogía para legitimar así la aplicación extensiva de estas normas, a supuestos no previstos expresamente en ellas.

La correcta interpretación de las leyes de emergencia para asegurar el respeto de la Constitución pone de manifiesto la importancia de la correcta redacción de estas leyes, evitando las ambigüedades que en muchos casos pueden ocurrir, motivo de apresuramiento o imprecisiones por no haber sabido medir los alcances y consecuencias resultantes de su aplicación.

  1. El Poder Judicial frente a las normas de emergencia.

Conforme a lo hasta aquí expuesto, la adecuada actividad de control del ejercicio del poder de policía de emergencia constituye uno de sus aspectos fundamentales. Ella se lleva a cabo en primer término por la vigencia de la división de poderes y la atribución asignada al Congreso para la aplicación de limitaciones de derechos constitucionales. Asimismo, al Poder Judicial corresponde efectuar el control de legalidad, el cual no sólo se lleva a cabo en cuanto a verificar el cumplimiento de los presupuestos ya señalados relativos a la validez de estas normas, sino también en la forma y consecuencias que resulten de su aplicación particular. Es importante advertir, sin embargo, que en todos los casos el control estará limitado a la legalidad de las normas, y no al mérito y conveniencia de ellas. Este último aspecto es privativo del Congreso, estando excluído su análisis y evaluación de la potestad judicial. Ya nos hemos referido a estas cuestiones al tratar la razonabilidad de las leyes de emergencia y el control que sobre este condicionamiento se debe efectuar.

La Corte ha sido terminante en los aspectos señalados. Así, sostuvo que “dentro de nuestro régimen constitucional, todo gobierno […] está facultado para establecer la legislación que considere conveniente, tanto en situaciones ordinarias como en las de emergencia, con el límite de que tal legislación sea razonable y no desconozca las garantías individuales o las descripciones que la misma Constitución contiene en salvaguarda de las instituciones libres. La elección de los medios “convenientes” corresponde a quien tiene el ejercicio de los poderes constitucionales y, con el límite antes señalado, no puede ser objeto de revisión por los jueces” (“Fallos”, 238-76). En expresa referencia al análisis que a los jueces corresponde de los presupuestos que legitiman el ejercicio del poder de policía de emergencia, la Corte señaló que “con relación al indispensable cumplimiento de estos cuatro requisitos, por cuyo intermedio se asegura la conciliación de los derechos de la sociedad con los del hombre, las facultades de los jueces son plenas y deben ser ejercidas con celo proporcionado a la magnitud de los bienes jurídicos comprometidos. Fuera de ello, cesa la competencia autoritativa del control jurisdiccional. La decisión acerca del acierto o la conveniencia económico-social de las leyes de emergencia pertenece privativamente al Congreso. En la materia de que aquí se trata, la misión de los jueces tiene altísima jerarquía, sin duda. Los obliga a desempeñarse como guardianes de la Constitución y de los derechos por ella reconocidos. Pero ciertamente no los autoriza a convertirse en árbitros de las cuestiones sociales ni a sustituírse al legislador de la función normativa que institucionalmente le corresponde. Si pretendieran fundar un pronunciamiento de inconstitucionalidad en razones ajenas a los cuatro requisitos antedichos, penetrarían en un terreno del que han sido excluidos por obvias razones vinculadas a la forma de gobierno que la Constitución adopta. Tan peligrosa como la falta de control jurisdiccional, susceptible de conducir al autoritarismo, lo es la extralimitación de ese control que puede causar impotencia estatal” (“Fallos”, 243-479).

Debemos advertir, sin embargo, que tan peligrosa es la excesiva intervención de los jueces en el control de las leyes de emergencia como la desmedida renuencia en la que en muchas oportunidades el Poder Judicial puede incurrir, ya sea por temor a generar un conflicto de poderes o para no obstaculizar la aplicación de determinadas políticas invocadas por los poderes Ejecutivo y Legislativo.

  1. Los mecanismos de control de las normas de emergencia.

Cuestión íntimamente vinculada al control judicial y al análisis de las leyes de emergencia y los decretos de necesidad y urgencia ante la Constitución, es la efectiva existencia de vías procesales aptas que permitan llevar a cabo adecuadamente un oportuno y eficaz control de legalidad. Ello es necesario para asegurar una auténtica vigencia de las garantías constitucionales dentro de las cuales el acceso a la jurisdicción ocupa un lugar de privilegio.

Esta cuestión fue puesta de manifiesto por Morello ni bien se sancionaron las leyes 23.696 y 23.697, cuando sostuvo que “frente a la presión o intensificación de ese poder de policía en momentos de emergencia o de crisis o de alteración notable de la seguridad colectiva por la zozobra que generan los desfases económicos (hiperinflación, desocupación, contracción del mercado, cesación de actividades, recesión, estallidos sociales, perpetuación acrecentada de graves cuestiones de infraestructura, vivienda, tarifas, costo de vida, etc.), ha de propinarse la repotenciación efectiva de medios procesales”, agregando que “en todo caso, no cabrá silenciar que las normas procesales no se reducen a una mera técnica de organización formal de los procesos sino que, en su ámbito específico, tienen como finalidad y objetivo ordenar adecuadamente el ejercicio de los derechos en aras de lograr la concreción del valor justicia en cada caso y salvaguardar la defensa en juicio, todo lo cual puede objetarse si se rehúye atender a la verdad jurídica objetiva de los hechos o circunstancias que de alguna manera aparecen en la causa como de decisiva relevancia” (confr . Mario A. Morello , Emergencia económico-social y efectividad de las garantías constitucionales, “J.A .”, 11/10/89).

Dentro de las técnicas procesales que sirven para el ejercicio del control judicial, el amparo constituye, sin duda, el medio más eficaz para el rápido restablecimiento de los derechos y corrección , de trasgresiones constitucionales a que las leyes de emergencia puedan dar lugar. Sin embargo, es bien conocido el amplio margen que el art. 2 de la ley 16.986 otorga a los jueces para impedir la viabilidad del amparo, fundamentalmente en virtud del inciso d de dicha norma, en cuanto establece que “la acción de amparo no será admisible cuando […] la determinación de la eventual invalidez del acto requiriese […] la declaración de inconstitucionalidad de leyes, decretos u ordenanzas”. Al pronunciarse sobre esta cuestión, entendemos que la Corte, en el reciente fallo “Peralta”, realiza una significativa contribución al afianzamiento del amparo como medio procesal del control de legalidad, especialmente cuando se ejerce respecto de leyes de emergencia. “Peralta” bien se puede considerar que constituye un hito fundamental del camino iniciado por “Outón , Carlos” (“Fallos”, 267-215), “Empresa Mate Larangeira Mendes ” (“Fallos”, 269-393), “Dercoem ” (“Fallos”, 304-1020) y “Arenzon ” (“Fallos”, 306-400), en procura de admitir el amparo para salvaguardar los derechos sustanciales de la persona reconocidos por la Constitución, cuando no exista otro remedio eficaz al efecto y sea necesaria la declaración de inconstitucionalidad de la norma provocadora de la alteración ocurrida. La Corte, en “Peralta”, señaló “que no es dable soslayar genéricamente el control de constitucionalidad en la acción de amparo”, agregando que “el mentado art. 2, inc. d, de la ley 16.986 no puede ser entendido en forma absoluta, porque ello equivaldría a destruír la esencia misma de la institución que ha sido inspirada en el propósito definido de salvaguardar los derechos sustanciales de la persona reconocidos por la Constitución, cuando no existe otro remedio eficaz al efecto (“Fallos”, 267-215; 306-400; “L.L .”, 126-293; 1984-C-183). Este principio, que ya había sido sostenido por el tribunal con anterioridad a la sanción de la ley citada (“Fallos”, 249-449 y 559; “L.L .”, 106-415; 105-796; 252-167; 253-15; “L.L .”, 108-434, entre otros), fue aplicado, por otra parte, a las normas legales y reglamentarias de alcance general, categorías entre las que no cabe formular distinciones a este fin (“Fallos”, 252-167)”, por lo “que, sentado ello, cabe afirmar que el art. 2, inc. d, de la ley 16.986 halla su quicio constitucional en tanto se admita el debate de inconstitucionalidad en el ámbito del proceso de amparo, cuando en el momento de dictar sentencia se pudiese establecer si las disposiciones impugnadas resultan o no “clara, palmaria o manifiestamente” violatorias de las garantías constitucionales que este remedio tiende a proteger (confr . doct . de “Fallos”, 267-215; 306-400 y, más recientemente, comp. 236. XXII , “Castro, Ramón A., c. Provincia de Salta, si acción de amparo”, del 25/10/88, y comp. 1062. XXII , “Cardozo Galeano , Víctor A., c. Estado Nacional – Ministerio del Interior”, del 13/2/90). Impedir este análisis en el amparo es contrariar las disposiciones legales que lo fundan al establecerlo como remedio para asegurar la efectiva vigencia de los derechos constitucionales, explícitos o implícitos, así como la función esencial de esta Corte de preservar la supremacía constitucional (arts . 31 y 100, ley fundamental). La interpretación armónica de estas normas no permite dar al art. 2, inc. d, de la ley 16.986 otra inteligencia que la antes señalada” (consid . 12 y 13). La afirmación que la Corte efectúa del amparo como medio procesal idóneo para obtener la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de emergencia, cuando su acreditación se adecua al carácter sumarísimo de este proceso y no exista otro procedimiento idóneo, constituye un significativo aporte de nuestro máximo tribunal de justicia.

Otro mecanismo procesal válido y eficaz para el control de las normas de emergencia es la acción meramente declarativa de inconstitucionalidad del art. 322 del C. Proc . Civil y Comercial de la Nación, cuando se presenten, desde luego, las propuestas procesales que condicionan su procedencia —v.gr ., existencia de un caso concreto, inexistencia de otras vías procesales, etc.—. Su procedencia, tradicionalmente rechazada por la Corte (“Fallos”, 255-86; 259-204; 262-136; 263-351), ha sido reconocida por dicho tribunal en el orden nacional (“Fallos”, 307-1379; 308-1489), habiéndose incluso admitido articular acciones directas de inconstitucionalidad bajo la forma del amparo (confr . I.173.XX , “Incidente promovido por la querella s/ inconstitucionalidad del decreto 2125 del 19/11/87”, en “L.L .”, 1988-B-402, citado en el consid . 9 de Peralta). Morello ha destacado insistentemente la eficacia de “la acción declarativa (que) tiene una finalidad preventiva y no requiere la existencia de un daño consumado en resguardo de los derechos; es un medio eficaz y suficiente para satisfacer el interés del justiciable que se agota en una mera declaración de certeza. Permite a los afectados por normas inconstitucionales contar con una vía rápida apta para asegurar la certeza de sus relaciones jurídicas y prevenir actos ilegítimos, con la consiguiente economía en tiempo y posibilidad de evitar la lesión material del derecho invocado. Es comprensiva tanto de las relaciones jurídicas de derecho público como privado”.

Es importante señalar la imprecisión con que en muchas oportunidades son dictadas las normas de emergencia, lo cual genera una gran inseguridad en cuanto al alcance de los derechos afectados y de los sujetos comprendidos en ellas. Frente a esta situación, la acción declarativa constituye un medio procesal válido para determinar la amplitud de la norma.

Lo expuesto pone de manifiesto la importancia que tiene la flexibilidad en admitir distintas vías procesales para ejercer el control de constitucionalidad. Ello, por lo demás, se ajusta a la doctrina de la Corte conforme a lo cual “disposiciones de naturaleza procesal —y, por tanto, de carácter únicamente instrumental— no pueden prevalecer sobre la misma Constitución, al tiempo que es función indeclinable de los jueces el resolver las causas sometidas a su conocimiento, teniendo como norte el asegurar la efectiva vigencia de la Constitución nacional, sin que puedan desligarse de este esencial deber, so color de limitaciones de índole procesal de los tribunales”.

  1. Leyes de emergencia y responsabilidad del Estado.

Hemos señalado la evolución que en nuestro derecho han tenido las leyes de emergencia y el régimen que sobre ellas se fue conformando para adecuarlas a la Constitución. Deben cumplir con determinados requisitos, debiendo mantener en vigencia las garantías de los derechos que emanan de la Constitución. Ello no puede significar, sin embargo, un obstáculo para el ejercicio de las potestades públicas en la realización del interés público, más aún cuando este último se halla comprometido en razón de circunstancias extraordinarias. En tales casos, si las exigencias del momento requieren la aplicación de restricciones que no serán transitorias sino permanentes o que significan el aniquilamiento de derechos constitucionales o implican una alteración sustancial de ellos, el poder público está habilitado para imponer tales limitaciones, debiendo, sin embargo, reconocer las compensaciones pertinentes por los daños y perjuicios ocasionados a los particulares. En tal caso aparece la responsabilidad del Estado por su actividad legítima, que encuentra su fundamento general en el Estado de derecho que emana de la Constitución, y de manera especial en la obligación de respetar el principio de la igualdad ante las cargas públicas dispuesta en el art. 16 de la Constitución nacional, cuando se procede a privar de los derechos constitucionales a los particulares con motivo de actividades llevadas a cabo en ocasión o con motivo de la prosecución del interés público. Si ello exige la necesidad de imponer “sacrificios especiales” y alterar el derecho de propiedad para superar determinadas situaciones de emergencia, se produce la violación del principio de igualdad ante las cargas públicas establecido en el art. 16 de la Constitución y de respeto al derecho de propiedad de los arts . 14 y 17, dando lugar en tal caso a la responsabilidad del Estado por su actividad legislativa.

Constituye un principio ampliamente aceptado por la doctrina y la jurisprudencia la procedencia de reclamar frente al Estado las indemnizaciones por daños y perjuicios cuando la actividad de este último no adolece de vicios, defectos o ilicitudes pero, sin embargo, ha generado daños ciertos a los particulares.

Se trata de la denominada responsabilidad del Estada por su actividad legítima, de la cual la legislación, la doctrina y la jurisprudencia han efectuado innumerables aplicaciones.

Constituye ya tradicional jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la que señala “que es, por lo demás, doctrina de los precedentes de esta Corte que la realización de las obras requeridas para el correcto cumplimiento de las funciones estatales, atinentes al poder de policía, para el resguardo de la vida, la salud, la tranquilidad y aun el bienestar de los habitantes, si bien es ciertamente ilícito, no impide la responsabilidad del Estado en la medida que con aquellas obras se prive a un tercero de su propiedad o se lesione con sus atributos esenciales” (“Fallos”, 253-319; 195-66; 211-46).

Sería sumamente extenso referirnos a la importante contribución que la Corte, junto con la doctrina, han realizado en procura del afianzamiento de la responsabilidad del Estado por su actividad legítima. Éste no es el motivo de este trabajo. Sin embargo, consideramos oportuno citar tan sólo dos sentencias emanadas del alto tribunal de justicia, las cuales por su importancia establecen criterios definitivos en cuanto a la procedencia de la indemnización a cargo del Estado en esta materia. En primer término, en el caso “Canton , Mario E., c. Gobierno Nacional” se dijo que “la actividad lícita e irrenunciable del Estado puede ser la causa eficiente de daños a los particulares y generar la responsabilidad consiguiente cuando afecte derechos amparados por garantías constitucionales”, y que “la facultad del Estado de imponer límites al nacimiento o extinción de los derechos, no lo autoriza a prescindir por completo de las relaciones jurídicas concretadas bajo el amparo de la legislación anterior, especialmente cuando las nuevas normas causan perjuicios patrimoniales que no encuentran la condigna reparación en el sistema establecido, pues en tales supuestos el menoscabo económico causado origina el derecho consiguiente para obtener una indemnización como medio de restaurar la garantía constitucional vulnerada (art. 17)”.

También cabe recordar lo sostenido por la Corte Suprema en el caso “Los Pinos S.A. e. Municipalidad de la Capital”, en el cual, al analizar las consecuencias resultantes de la revocación de autorizaciones, sostuvo que “declarada la legitimidad del obrar administrativo […], la lesión inferida a la actora en el ejercicio de su derecho de propiedad encuentra su tutela en la indemnización reclamada en la cual se resuelve la garantía superior del art. 17 de la Constitución nacional. Que la legitimidad del obrar administrativo no empece el respeto del derecho de la actora para reclamar indemnización por el agravio inferido, como se ha declarado en “Fallos”, t. 174, p. 178; t. 195, p. 66; t. 253, p. 316; t. 258, p. 345 (rev. “La Ley”, t. 29, p. 697; t. 110, p. 276; t. 117, p. 10), entre otros, por cuanto dicha indemnización no es la consecuencia de un obrar ilegítimo, sino que tiene por objeto tutelar la incolumidad del patrimonio lesionado de la actora al dejar sin efecto la autorización de que era beneficiaria, sobre la base de la garantía que consagra el art. 17 de la Constitución nacional, que hace inaplicable la máxima “qui iure suo utitur neminem laeclit “, consagrado en el art. 1071 del C. Civil (confr . “L.L .”, 1976-B-299).

En el ámbito de las leyes de emergencia, en caso de no cumplir con los presupuestos ya señalados anteriormente y significar la alteración sustancial de derechos constitucionales o violar el principio de igualdad, dan lugar a la responsabilidad del Estado por la actividad legislativa.

En cuanto a los condicionamientos relativos a la procedencia de la responsabilidad del Estado por su actividad lícita, la jurisprudencia y la doctrina mayoritaria son coincidentes en cuanto a requerir la efectiva existencia de un perjuicio, relación directa entre el daño y la conducta estatal y que el daño sea especial, y no general. Esta última condición tradicionalmente ha sido desestimada por Marienhoff , quien considera “inaceptable la afirmación de que el perjuicio o daño “general” no es indemnizable porque constituye una carga pública. Cuando tal perjuicio “general” se concreta en la pérdida de la propiedad sobre una cosa […], tal disposición no trasunta técnicamente una “carga pública”, sino un despojo o una confiscación, lo que en manera alguna armoniza con disposiciones de la Constitución nacional”, por lo que concluye que “si una “ley” causa un perjuicio “general”, es decir, a un gran número de personas —y no un perjuicio meramente particular—, y tal ley resulta en oposición o en violación de una declaración, derecho o garantía constitucional, dicha ley debe declararse inconstitucional o debe admitirse la responsabilidad del Estado por el perjuicio o daño que a raíz de la aplicación de ella se ocasiona en el patrimonio de los administrados”. Tal opinión obedece al carácter rígido de nuestra Constitución y al sometimiento que a ella las leyes deben tener, respetando sus declaraciones, derechos y garantías (confr . M. Marienhoff , Tratado de derecho administrativo, t. IV , n° 1664).

Entendemos que si una norma de emergencia produce la violación de los derechos constitucionales a una persona o a un grupo numeroso, pero que no comprende a la totalidad de los habitantes, ello configura una “carga especial” respecto de los afectados, por la que procede reconocer indemnización. La Constitución no efectúa discriminaciones que permitan sostener lo contrario. De la misma forma, cuando con fines de interés público se expropian bienes de un numeroso grupo de personas dando derecho a la indemnización (v.gr ., para la construcción de autopistas, canales hídricos, etc.), no existe motivo alguno que excluya tal compensación cuando se dicta una ley de emergencia para satisfacer también intereses generales que generen un detrimento en los derechos constitucionales, generalmente el de propiedad e igualdad, aun cuando, se trate de un numeroso grupo de personas. Admitimos, sin embargo, que en tales casos el origen de las restricciones —razones de interés público— impondrá resarcir sólo el daño emergente, con exclusión del lucro cesante, tal como ocurre en el caso de las expropiaciones.

A efectos de que proceda la responsabilidad del Estado aun en el supuesto de encuadrarse dentro del ámbito de la actividad legítima del Estado, la Corte reiteradamente ha exigido “la existencia de un daño actual y cierto, la relación de causalidad directa e inmediata entre el accionar del Estado y el perjuicio y la posibilidad de imputar jurídicamente esos daños a la demandada”. En este sentido, cabe citar las sentencias dictadas en “Tejedurías Magallanes c. Administración Nacional de Aduanas”, del 23/9/88, y “Jucalan Forestal c. Pcia . de Bs. As.”, del 23/11/89, en las cuales la “Corte ha sostenida que cuando la actividad lícita de la autoridad administrativa, aunque inspirada en propósitos de interés colectivo, se constituye en causa eficiente de un perjuicio para los particulares —cuyo derecho se sacrifica por aquel interés general—, esos daños deben ser atendidos en el campo de la responsabilidad del Estado por su obrar lícito (“Fallos”, 301-403; 305-321; 306-1409). Lo expuesto exige que tanto al sancionarse las normas de emergencia como al juzgarse las consecuencias que para cada uno resultan de su aplicación, se lleve a cabo el debido control que permita distinguir cuando la norma genera restricciones a los derechos constitucionales que imponen la obligatoriedad para el Estado en reconocer las indemnizaciones compensatorias que corresponde a los afectados.

  1. Las normas de emergencia ante la Constitución nacional. Análisis particular frente a los derechos y garantías.

Una vez expuestos los aspectos principales del análisis general de las normas de emergencia ante la Constitución nacional, corresponde considerar de qué manera esta legislación afecta con mayor frecuencia los derechos constitucionales en particular. Es importante tener presente que estas normas significan una restricción excepcional de tales derechos, los cuales, sin embargo, permanecen protegidos por la Constitución, evitando que las limitaciones se trasformen en verdaderas extinciones de los derechos afectados.

Las normas de emergencia pueden afectar en diversas formas la situación de los particulares. Sin embargo, prescindiendo de las variaciones que puntualmente se presentan en cada caso, ellas significan la alteración de determinados derechos, sobre los cuales nos referiremos de manera específica seguidamente.

  1. El derecho de propiedad. Las limitaciones que con mayor frecuencia producen las normas de emergencia están referidas al derecho de propiedad. De una u otra forma, estas normas de manera directa o indirecta significan la afectación de la propiedad.

Es bien conocido el amplio alcance que la Corte Suprema ha otorgado a este derecho, el cual se halla protegido expresamente por la Constitución nacional en sus arts . 14 y 17. Al respecto, la Corte ha señalado que dentro de la garantía al derecho de propiedad están comprendidos todos los “intereses apreciables que un hombre puede poseer fuera de sí mismo, de su vida y de su libertad. Por de pronto, cubre todo aquello que constituye el patrimonio de una persona, trátese de derechos reales o personales, de bienes materiales o inmateriales” (“Fallos”, 184-137), comprendiendo “todo derecho que tenga un valor reconocido como tal por la ley, sea que se origine en las relaciones de derecho privado, sea que nazca de actos administrativos” (“Fallos”, 145-307). Asimismo, la Corte ha afirmada que “el principio de la inviolabilidad de la propiedad, asegurada en términos amplios por el art. 17, protege con igual fuerza y eficacia tanto los derechos emergentes de los contratos como los constituídos por el dominio y sus desmembraciones” (“Fallos”, 145-307). Corroborando lo expuesto, Bidart Campos, al analizar la jurisprudencia de la Corte Suprema, ha dicho que este tribunal “ha empleado la doctrina de los “derechos adquiridos” para estimar que, tratándose de un derecho de esa índole, le alcanza la tutela de la propiedad. Los derechos pueden adquirirse a través de distintos actos: por contrato, por sentencia, por acto administrativo, etc.” (confr . Bidart Campos, La Corte Suprema, ps . 87 y ss .).

La cuestión radica en determinar de qué manera las leyes de emergencia pueden restringir el derecho de propiedad. Para ello, como ya señalamos, la Corte entiende que “la distinción entre la sustancia de un acto jurídico y sus efectos contribuye a la trasparencia de la doctrina de la legislación de emergencia, admitiendo la constitucionalidad de la que restringe temporalmente el momento de ejecución del contrato o la sentencia, manteniendo incólume en su integridad la sustancia de los mismos, así como la de los derechos y obligaciones que crean y declaren” (“Fallos”, 243-479). Por ello, la ley de emergencia será legítima en tanto signifique la suspensión en el ejercicio del derecho de propiedad, y no la extinción total o parcial de su contenido.

Ello plantea una estrecha vinculación con el carácter transitorio que deben tener las limitaciones impuestas en situaciones de emergencia y la razonabilidad con que debe contar dicha temporariedad . Alfredo Orgaz observaba, en “Fallos”, 243-449, que dicha transitoriedad es el resultado de la misma emergencia, y que en consecuencia mientras ella perdure deberán extenderse las restricciones correspondientes. Ello significa que la emergencia dura todo el tiempo que duran las causas que la han originado. Sin embargo, una excesiva duración de las limitaciones al derecho de propiedad pueden generar en determinados casos verdaderas extinciones de él, en el supuesto que puedan significar un impedimento definitivo a gozar de la propiedad en atención a las especiales circunstancias que viva su titular. Ello ocurre, a título de ejemplo, frente a las limitaciones a la disponibilidad de la propiedad impuestas por el decreto 36/89, en los casos de quienes por su edad o por extrema necesidad hubiesen necesitado disponer en forma inmediata de las sumas depositadas en plazos fijos.

Lo expuesto significa que en la medida en que las restricciones al derecho de propiedad impliquen suspender temporariamente su ejercicio, las normas que así lo dispongan son válidas frente a la Constitución nacional. Al contrario, son ilegítimas cuando significan el aniquilamiento total o parcial de determinados bienes o derechos, alcanzados por la garantía de los arts . 14 y 17 de la Constitución. Por último, la excesiva duración de la suspensión en el ejercicio del derecho de propiedad debe ser asimilado a una verdadera extinción cuando puedan significar un impedimento definitivo por las circunstancias especiales que pueda reunir el titular del derecho. Ello exige una razonable flexibilidad en el juzgamiento de cada situación en particular.

  1. El principio de igualdad. En cuanto al derecho a la igualdad, “en todo tiempo fue interpretado por la Corte que la garantía de la igualdad ante la ley radica en consagrar un trato legal igualitario a quienes se hallan en una razonable igualdad de circunstancias (“Fallos”, 7-118; 95-327; 117-22; 123-106; 126-280; 127-167; 132-198; 137-135; 138-313; 143-270; 149-417; 151-359; 182-355; 199-268; 270-374; 286-97; 300-1084; 306-1560; entre otros), por lo que-tal garantía no impide que el legislador contemple en forma distinta situaciones que considere diferentes (“Fallos”, 182-399; 236-168; 238-60; 251-21, 53; 263-545; 264-185; 282-230; 286-187; 288-275; 289-197; 290-245, 356; 292-160; 294-119; 295-585; 301-1185; 306-1560; y otros), en tanto dichas distinciones no se formulen con criterios arbitrarios, de indebido favor o disfavor, privilegio o inferioridad personal o de clase, o de ilegítima persecución” (“Fallos”, 181-203; 182-355; 199-268; 238-60; 246-70, 350; 247-414; 249-596; 243-204; 263-545; 264-185; 286-166, 187; 288-224; 275-335; 289-197; 294-119, 343; 295-138, 455, 563, 585; 298-256; 299-146, 181; 300-1049, 1087; 301-1185; 302-192, 457; 306-1560)” (confr . cons . 57 de “Peralta c. Est . Nac.”).

El alcance que la Corte ha asignado al principio de igualdad ante las cargas públicas consagrado en el art. 16 de la Constitución, hace que las limitaciones impuestas con motivo de situaciones de emergencia, además de la razonabilidad que deben respetar, no deben provocar discriminaciones entre quienes se hallan en circunstancias similares. Por tanto, es necesario que las restricciones sean aplicadas igualmente a quienes están vinculados directamente a la crisis o situación que da lugar a ellas.

Cuando la superación de la emergencia exija aplicar restricciones que beneficiarán a toda la sociedad, pero significarán una “carga especial” para algunos que implique una alteración sustancial e importante de sus derechos, el principio de igualdad ante las cargas públicas exigirá el reconocimiento de las pertinentes compensaciones.

  1. El derecho de acceso a la jurisdicción. La Constitución consagra el derecho de acceso a la justicia tanto en el preámbulo, al enunciar el propósito de afianzar la justicia, como en el art. 18, mediante el cual se asegura “el derecho a la intervención judicial” (“Fallos”, 261-36). El art. 18, al establecer que “es inviolable la defensa en juicio de la persona y de los derechos”, garantiza el acceso a un “tribunal judicial”, toda vez que se sienta lesionado en sus derechos (“Fallos”, 247-646).

González Pérez señala que “el derecho a la tutela jurisdiccional es el derecho de toda persona a que se le “haga justicia”, a que cuando pretenda algo de otra, esta pretensión sea atendida por un órgano jurisdiccional a través de un proceso con unas garantías mínimas”, agregando que dicho derecho “despliega sus efectos en tres momentos distintos: primero, en el acceso a la justicia; segundo, una vez en ella, que sea posible la defensa y obtener solución en un plazo razonable, y tercero, una vez dictada la sentencia, la plena efectividad de sus pronunciamientos. Acceso a la jurisdicción, proceso debido y eficacia de la sentencia” (confr . Jesús González Pérez, El derecho a la tutela jurisdiccional, ps . 19 y 40, Civitas ).

El alcance que corresponde atribuir al derecho a la jurisdicción hace que las limitaciones que en razón de la emergencia pudiesen disponerse deban respetar el principio de razonabilidad e igualdad. La paralización de los procedimientos judiciales dispuestos por el Poder Ejecutivo (v.gr ., decretos 34/90 y 53/90), la suspensión de sentencias en razón de la emergencia previsional (v.gr ., decreto 648/ 87) en tanto se autorizaba el cumplimiento de otras sentencias, y la suspensión de sentencias del art. 50 de la ley 23.696 en razón de la emergencia del Estado mientras se autorizaba el pago de transacciones sobre juicios incluso no terminados, son claros supuestos de normas de emergencia inconstitucionales, ya sea porque no fueron dispuestas por la autoridad a quien correspondía establecerlas, o bien porque se afectó el derecho de igualdad y de propiedad por parte de los beneficiarios de ellas, conforme a las consideraciones ya expuestas.

El derecho de acceso a la jurisdicción posiblemente sea uno de los derechos que en forma evidente y manifiesta ha sido conculcado con mayor frecuencia últimamente por normas de emergencia. Este caso permite ver claramente la importancia que para un efectivo control revisten el mantenimiento de la división de poderes y el ejercicio de la función jurisdiccional por parte del Poder Judicial.

  1. El derecho a los beneficios de la seguridad social. La Constitución, en su art. 14, nuevo párrafo 3º, dispone expresamente que “el Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter de íntegra e irrenunciable. En especial, la ley establecerá: […] jubilaciones y pensiones móviles”. Tales beneficios no pueden ser renunciados por sus titulares, las normas legales en la materia son de orden público y los beneficios que acuerdan son personalísimos (confr . Germán Bidart Campos, Tatado elemental de derecho constitucional argentino, t. I, ps . 428/429). La legislación ordinaria sobre seguridad social es de competencia del Poder Legislativo conforme a las atribuciones que le otorga el art. 67, inc. 11.

El derecho al goce de los haberes jubilatorios y al mantenimiento de su valor está garantizado no sólo por el art. 14 nuevo de la Constitución, sino también por los arts . 14 y 17, ya que quien deja de trabajar para jubilarse incorpora definitivamente en su patrimonio el derecho a percibir sus haberes jubilatorios , con lo cual recibe también la protección al derecho de propiedad.

La Corte ha insistido recientemente en que “es doctrina de esta Corte que cuando deben evaluarse situaciones vinculadas con beneficios de naturaleza alimentaria se deben extremar las precauciones a fin de lograr que lleguen a tiempo y en forma adecuada (“Fallos”, 288-439; 291-245; 294-94)” (confr . Corte Suprema, sentencia del 26/3/91, en causa B-276-XXIII , recurso de hecho, en “Blanco c. Caja Nac. de Prev . de la. Ind., Com. y Act. Civ .”). Incluso ha declarado: “La razonable proporción que debe existir entre las situaciones de actividad y pasividad y que no se afecte el nivel del beneficiario en forma confiscatoria o de injusta desproporción. Es decir que la reducción confiscatoria ni siquiera se justifica en caso de interés público o conveniencia general” (“Fallos”, 303-II -1155; 170-12; 179-394; 190-428; 192-260; 243-717; 235-738; 242-441; 249-156; 258-14; 266-279; 270-294; 300-616; etc.).

Lo expuesto significa que toda reglamentación de los derechos de la seguridad social, tanto en situaciones normales como de emergencia, corresponde al Congreso. Incluso respecto de estas últimas la Corte advirtió que “en épocas de emergencia económica, la interpretación de las normas contenidas en los regímenes previsionales no puede derivar en el desconocimiento del carácter tuitivo que funda su existencia, ni en el quebrantamiento de la naturaleza sustitutiva del haber jubilatorio ” (confr . doctr . “Fallos”, 307-274); y “que no pueden aceptarse situaciones que conduzcan al deterioro ostensible y progresivo de las jubilaciones” (C.S ., causa 42.090, resolución 617/89, 6/6/89, “E.D .”, 135-755).

Lo señalado exige gran realismo jurídico en el ejercicio del control de legalidad para evitar los excesos incurrirlos con fundamento en situaciones de emergencia, que pueden originarse tanto en la sanción de disposiciones reglamentarias como también en situaciones de hecho en las cuales ni siquiera existen los antecedentes normativos pertinentes.

  1. El derecho a trabajar y ejercer industria lícita. La regulación de la vida económica y social de la Nación por parte del Estado ha sido una constante en nuestro país. Ella tuvo lugar en ejercicio del poder de policía en épocas normales, mediante la sanción de normas permanentes, y también en circunstancias de emergencia. Muchas veces ha resultado difícil encuadrar la reglamentación de los derechos en uno u otro ámbito, debido al carácter crónico y casi permanente que tiene la emergencia como crisis económico-social.

A partir de 1922 la Corte, en numerosas oportunidades, se expidió favorablemente en favor de este tipo de regulaciones, habiendo señalado, sin embargo, los límites que deben respetar y exigiendo en todo momento la existencia de una situación de hecho que justifique la imposición de limitaciones extraordinarias a los derechos de trabajar y de ejercer industria lícita. Así como en “Ercolano ” se pronunció por la validez de estas normas, en “Horta c. Harguindeguy ” (“Fallos”, 137-59) y en “Mango c. Traba” (“Fallos”, 144-219) se expidió en sentido contrario a las regulaciones en materia de alquiler por inexistencia de circunstancias de hecho que las permitiesen.

Sería muy extenso referirnos a la evolución que la Corte tuvo en el control de este tipo de normas. Repasar los fundamentos dados en “Cía. Azucarera Tucumán c. Pcia . de Tucumán” (“Fallos”, 150-150); “Swift c. Gobierno Nacional” (“Fallos”, 171-348), “Anglo c. Gobierna Nacional” (“Fallos”, 171-366), “Avico c. De la Pesa” (“Fallos”, 172-21); “Yaben c. Lavallen ” (“Fallos”, 172-291); “Inchauspe c. Junta Nacional de Carnes” (“Fallos”, 199-483), “Vicente Martini e hijos” (“Fallos”, 200-450); “Nadur c. Borelli ” (“Fallos”, 243-449); “Russo c. Delle Donne ” (“Fallos”, 243-470); “Prattico c. Basso ” (“Fallos”, 246-345); “Cine Callao” (“Fallos”, 247-121); “Mate Larangeira ” (“Fallos”, 269393); “Muñiz Barreto” (“Fallos”, 270-374); “Cavic c. Juan Maurín ” (“Fallos”, 277-258); “Outón ” (“Fallos”, 267-215); etc., escapa al objeto de este trabajo. Sin embargo, en todos ellos se manifiesta como elemento relevante para determinar la constitucionalidad de las limitaciones impuestas la debida razonabilidad que ellas deben contener, teniendo en cuenta que toda regulación económico-social tiene en su anverso el respeto a los derechos de propiedad, de trabajar, de comerciar y de ejercer toda industria lícita, y en el reverso la facultad estatal de imponer sacrificios al derecho de propiedad con fines públicos y de regular el ejercicio del comercio y de la industria. Cuando no es posible alcanzar un equilibrio entre ambos factores, entran a jugar los principios de responsabilidad del Estado por su actividad lícita, que según lo expuesto tiende a compensar el detrimento causado a algunos de sus derechos constitucionales cuando ello tiene lugar en beneficio del interés general.

  1. La aplicación de gravámenes fiscales y la imposición de empréstitos y operaciones de crédito. Dentro del marco de la emergencia económica es bien conocida la aplicación de tributos, la imposición de empréstitos de ahorro obligatorio y la obligatoriedad de contraer operaciones de crédito con el Estado para permitirle superar las crisis financieras que enfrenta. Dentro de este concepto, cabe citar los impuestos de emergencia, como el de los activos financieros de la ley 22.604, y el ahorro obligatorio de las leyes 23.256 y 23.549. No efectuaremos un desarrollo de estos temas, ya que tampoco constituye el objeto de este trabajo. Tan sólo señalaremos cómo juegan estas disposiciones como normas de emergencia frente a la Constitución.

El ejercicio del poder impositivo solamente se encuadra en el marco constitucional si está efectivamente encaminado a salvaguardar las libertades y derechos del hombre en forma directa y razonable, si se traduce en la necesaria y lógica colaboración patrimonial requerida de los particulares, que permita la obtención de los recursos materiales para la proyección del progreso y bienestar de los hombres como consecuencia de una eficiente actividad estatal, y sin que ello se traduzca en una irrazonable limitación a la propiedad privada que apuesta a satisfacer las necesidades del presente prescindiendo de los lineamientos establecidos por la Constitución (confr . Gregorio Badeni , Libertad fiscal y el ahorro obligatorio (“L.L .”, 1988-B-961). Por ello, las normas de emergencia dictadas en esta materia requieren que ellas sean dispuestas sin excepción por el Congreso (arts . 4 y 7, incs . 2 y 3), que sean razonables conforme a la capacidad contributiva o económica del afectado (“Fallos”, 217-7), y que no exista confiscatoriedad , la cual en el caso de empréstitos forzosos o ahorro obligatorio ocurre cuando el ajuste para el reintegro genera un deterioro del capital en términos reales, tal como señaló recientemente la Sala I de la Cámara Federal en lo Contenciosoadministrativo en “Indo S.A. c. Estado Nacional (D.G.I .)”, del 23/4/91.

De no cumplirse con los conocimientos indicados se estaría violando el derecho de propiedad y el principio de igualdad, conforme al alcance que según lo señalado debe atribuírsele a éstos.

  1. Los derechos de necesidad y urgencia. Cuestiones particulares.

Como señalamos, la Constitución reserva el ejercicio del poder de policía al Congreso, correspondiendo al Poder Ejecutivo, por el art. 86, inc. 2, dictar las disposiciones reglamentarias que permitan la ejecución de las disposiciones legales sancionadas. Sin embargo, en determinadas oportunidades, ante la necesidad de establecer determinadas medidas, ya sea por la necesidad de no demorar la aplicación de las soluciones para superar ciertas situaciones de emergencia, o bien por la naturaleza de las medidas a aplicar que exigen que no sean conocidas previamente, ellas son dispuestas por el Poder Ejecutivo, y no por el Poder Legislativo. En tales casos, el presidente procede a dictar decretos de necesidad y urgencia. Sus notas tipificantes son: significan una excepción transitoria al principio de división de poderes, siendo sustancialmente actos legislativos y formalmente actos administrativos.

El régimen a que están sometidos los decretos de necesidad y emergencia en cuanto a las limitaciones a los derechos que pueden impedir, es el mismo que rige para las leyes de emergencia, el cual ya ha sido expuesto precedentemente. La cuestión específica relativa al estudio de estos decretos es la modalidad con la cual el Poder Ejecutivo puede dictar este tipo de normas, cuestión a que nos referiremos seguidamente.

Dentro de la legislación de emergencia, la legitimidad de los decretos de necesidad y urgencia o el ejercicio por el Poder Ejecutivo de las facultades del poder de policía de emergencia que la Constitución reserva al Congreso, constituye una de las cuestiones más discutidas. La doctrina ha hecho significativos aportes a su estudio y ha contribuido a esclarecer su naturaleza jurídica, tal como surge de la reseña efectuada por Sagüés en su trabajo Los decretos de necesidad y urgencia: derecho comparado y derecho argentino, publicado en “La Ley”, 1985-E-798. Recientemente la Corte se ha pronunciado expresamente sobre la legitimidad de ellos.

No es nuestro propósito efectuar un análisis integral de estos reglamentos, sino tan sólo referirnos a su constitucionalidad, indicando las condiciones en que ésta se puede lograr.

— Legitimidad de los decretos de necesidad y urgencia. Dijimos que la doctrina ha realizado importantes apartes para esclarecer la naturaleza jurídica de estos reglamentos, habiendo adoptado posiciones contrapuestas en cuanto a su legitimidad, conforme a nuestro régimen constitucional.

Es bien conocida la posición favorable manifestada por Joaquín V. González y por los principales autores de la doctrina administrativa de nuestro país, como Bielsa , Villegas Basavilbaso , Marienhoff , Díez, Linares, Cassagne y Bianchi , con fundamento en que la Constitución no prohíbe expresamente el dictado de estos reglamentos, cuyo fundamento es similar a la potestad que ella le otorga al Poder Ejecutivo en materia de estado de sitio (art. 86, inc. 19), y en el hecho de que el Congreso se halla impedido para satisfacer las situaciones de emergencia con la rapidez que muchas veces ella requiere —excesiva labor parlamentaria, lentitud y poca flexibilidad para adoptar decisiones, interferencia de cuestiones partidarias, insuficiente capacidad técnica, etc.—. Estos autores, con mayor o menor rigidez, condicionan la validez de los decretos de necesidad y urgencia a la constatación de hechos que, por su envergadura, puedan afectar el orden público, la subsistencia y seguridad del Estado, y que impongan la adopción de soluciones inmediatas para evitar un mal mayor. Además, el Congreso debe estar en receso o en la imposibilidad material de resolver el tema con la celeridad necesaria. Finalmente, y a los fines de su validez, el decreto debe ser sometido inmediatamente a la ratificación del Congreso.

Al contrario, un importante sector de nuestra doctrina constitucional, representada por González Calderón, Linares Quintana, Bidart Campos, García Belsunce , Badeni , Ruiz Moreno y Ekmekdjian , y por Fiorini en el ámbito del derecho administrativo, considera la inconstitucionalidad de los decretos de necesidad y urgencia por no estar previstos en la Constitución ni estar autorizados como una excepción al principio de la división de poderes. Sus argumentos consisten en que estos reglamentos constituyen un apartamiento desmedido de la división de poderes que significa su desaparición, desconocen la separación entre el poder constituyente y los poderes constituídos , asignando al Poder Ejecutivo facultades que son atribuidas al Congreso, se oponen a la prohibición prevista en el art. 29 de la Constitución en salvaguarda de la libertad, significan una limitación no prevista al ejercicio de las facultades legislativas por el Congreso y superan el límite consagrado en el art. 86, inc. 2, de la Constitución nacional, la cual estableció un sistema presidencialista sobre una constitución rígida, por lo cual no es procedente adoptar principios y doctrinas propias de un sistema parlamentario.

Bianchi señaló recientemente que quizá el origen de la discrepancia entre ambas posiciones doctrinales obedezca a las diferentes fuentes consultadas por unos y otros. Mientras la rama constitucional abreva en fuentes norteamericanas, la administrativa lo hace en las europeas. Por nuestra parte, entendemos que las diferencias planteadas obedecen en un caso al propósito de interpretar en forma dinámica la Constitución, formulando propuestas que aseguren el respeto del sistema de gobierno y de derechos y garantías allí establecido, y al mismo tiempo permitan un adecuado ejercicio de las potestades públicas frente a las situaciones de emergencia que puedan ocurrir. Al contrario, quienes niegan legitimidad a los decretos de necesidad y urgencia parten de una interpretación estricta de los textos constitucionales, a partir de los cuales estos reglamentos no pueden tener cabida en nuestro régimen jurídico.

Entendemos que la conciliación de ambas posiciones puede logrársela mediante la definición precisa de los presupuestos que los decretos de necesidad y urgencia deben cumplir para asegurar que no significarán un desborde del sistema de división de poderes. La exigibilidad de tales condicionamientos permitirá ejercer un adecuado control de ellos, de manera tal de encauzarlos dentro del marco de legalidad que asegure el Estado de derecho.

— Condiciones para su legitimidad. Hemos adelantado cuáles son los requisitos que la doctrina administrativa ha establecido para la procedencia de los decretos de necesidad y urgencia. Recientemente la Corte Suprema se ha pronunciado sobre esta cuestión en términos que, en nuestra opinión, resultan ciertamente excesivos. Allí la Corte sostuvo que “puede reconocerse la validez constitucional de una norma como la contenida en el decreto 36/90, dictada por el Poder Ejecutivo. Esto, bien entendido, condicionado a dos razones fundamentales: 1) que en definitiva el Congreso nacional,, en ejercicio de poderes constitucionales propios, no adopte decisiones diferentes en los puntos de política económica involucrados; y 2) porque —y esto es público y notorio— ha mediada una situación de grave riesgo social frente a la cual existió la necesidad de medidas súbitas del tipo de las instrumentadas en aquel decreto, cuya eficacia no parece concebible por medios distintos a los arbitrados” (confr . “Peralta”, consid . 24). En consecuencia, partiendo de que el Congreso no tomó decisiones que manifiestan un rechazo a la norma dispuesta por el Poder Ejecutivo, de la cual este último dio cuenta de su sanción al legislador, la Corte entiende que ello implica una aprobación tácita, ya que “el Congreso nacional ha tenido un conocimiento de modo que por un lapso suficiente de la situación planteada en autos sin que haya mediado por su parte rechazo de lo dispuesto por el Poder Ejecutivo, ni repudio de conductas análogas por parte de aquél, que por el contrario ratifica”.

El criterio de la Corte significa dejar a un lado las condiciones elaboradas por la doctrina, cuyo cumplimiento constituye el mecanismo que permite encuadrar a estos decretos en el marco de legalidad. Tales requisitos son: la existencia de hechos o circunstancias de tal naturaleza que verdaderamente afecten la existencia, la seguridad o el orden público y que deban ser resueltos sin demora, que el Congreso se halle en receso o en la auténtica imposibilidad material de ser convocado con la premura que exigen esos hechos o circunstancias y que el Poder Ejecutivo someta el reglamento a la ratificación del Poder Legislativo en forma inmediata. La decisión de la Corte implica incluso otorgar un excesivo alcance a la aprobación tácita que pueda dar el Congreso, lo cual evidentemente no cumple con la finalidad buscada con la exigencia de la aprobación parlamentaria. Consideramos que alrededor de la aprobación debe girar el tratamiento que permitirá otorgar legitimidad a los decretos de necesidad y urgencia conforme señalaremos seguidamente.

— La ratificación legislativa. La determinación acerca de la efectiva necesidad y urgencia en dictar normas por parte del Poder Ejecutivo y el alcance de la imposibilidad para que ellas sean dispuestas por el Congreso constituyen, sin duda, en los hechos, una cuestión muy opinable sobre la cual es difícil formular criterios que permitan llevar un verdadero control. En cambio, la ratificación legislativa y la manera con que sea exigida constituye el mecanismo que asegura el efectivo control. Hemos visto que la Corte se ha pronunciado en favor de la aprobación tácita, admitiendo que ella tuvo lugar cuando el Congreso no dispuso su rechazo y aprobó disposiciones legales que no contradicen lo establecido en el decreto dictado por el Poder Ejecutivo. En sentido coincidente, Marienhoff entiende que “si el Congreso, pudiendo rechazar el reglamento, no lo rechaza, su actitud debe interpretarse como una aprobación virtual” (confr . Marienhoff , ob. cit ., t. I, p. 266). Por su parte, Villegas Basavilbaso consideró, en cambio, que “si el Parlamento no ratifica el reglamento, éste ha caducado, pero todos los efectos jurídicos producidos tienen validez” (confr . B. Villegas Basavilbaso , Derecho administrativo, t. 1, p. 290). Sobre el punto consideramos que la ratificación legislativa es indispensable que sea expresa y no tácita. Ello brindará mayor seguridad jurídica y permitirá ajustar el funcionamiento de los poderes públicos a los términos de la Constitución. Por ello, coincidimos con Bianchi en el sentido de que sería conveniente fijar un plazo para que el Poder Ejecutivo efectúe la remisión y el Congreso se expida otorgando la aprobación expresa, modificando el reglamento o de lo contrario rechazándolo (confr .: Alberto Bianchi , La Corte Suprema. “L.L .”, 4/6/91). En este sentido, consideramos que sería oportuno que el propio Congreso procediese a reglamentar las condiciones bajo las cuales el Poder Ejecutivo podría dictar los decretos de necesidad y urgencia, indicando los plazos en los cuales, bajo pena de nulidad, los reglamentos deben ser enviados y ratificados por el Poder Legislativo. Las constituciones de diversas naciones europeas establecen disposiciones de este tipo. Tal es el caso de la italiana, que exige cinco días para que las cámaras se reúnan, y si no emiten su ratificación en sesenta días, los decretos pierden valor; la española, que impone 30 días para la reunión y otros 30 para la convalidación, en tanto la francesa prevé un sistema equivalente de publicación con plazos que se fijan en cada caso. Previsiones similares se hallan en las constituciones de Indonesia, Islandia y Brasil.

La falta de adecuada regulación en esta materia, de excesiva flexibilidad de los jueces y la claudicación por parte del Congreso de atribuciones que la Constitución pone a su cargo, han hecho que en los últimos tiempos se recurra al dictado de este tipo de reglamentos por el Poder Ejecutivo con excesiva frecuencia, y que incluso no cumpla con la exigencia de la inmediata remisión al Congreso para su aprobación. Tal fue el caso del decreto 1096/85, en el cual el envío se realizó a los diez días de su sanción, con un mensaje en el cual no se lo sometía a la ratificación sino que simplemente se le comunicaba al Poder Legislativo su dictado. Es de destacar que el decreto 1096/85, que significó nada menos que el cambio del signo monetario, fue dictado el 14/7/85 y aprobado por el Congreso el 30/9/86, mediante el art. 55 de la ley 23.410, que aprobó el presupuesto del año 1986. Los abusos en no exigir la aprobación parlamentaria claramente se advierten si se tiene en cuenta que el decreto 36/ 89 no tuvo pronunciamiento expreso sobre él, a pesar de la opinión sostenida por la Corte en “Peralta”. La envergadura y naturaleza de la limitación allí impuesta bien hacía aconsejable y prudente una manifestación por parte de ambas cámaras legislativas.

— El control judicial. Los decretos de necesidad y urgencia están sometidos al régimen general de la legislación de emergencia. En consecuencia, no corresponde al Poder Judicial pronunciarse acerca de la conveniencia de las medidas dispuestas, así como tampoco de la existencia o no de la necesidad y urgencia invocadas para la sanción de estas normas. Fuera de ello, corresponde a los jueces el examen acerca de la legalidad y razonabilidad con los alcances señalados precedentemente.

En el caso de los decretos de necesidad y urgencia consideramos importante destacar la importante función de control que corresponde al Congreso, el cual no debería demorar su intervención para formular la ratificación o rechazo, ya que la omisión en que incurra mediante el silencio constituirá una grave declinación de sus funciones y desprecio del sistema de división de poderes.

  1. Conclusiones.

Mediante este trabajo hemos abordado los distintos aspectos relativos a la legislación de emergencia —leyes y decretos de necesidad y urgencia— frente a la Constitución nacional. La vigencia del sistema de división de poderes, el adecuado ejercicio del poder de policía y el mantenimiento de las garantías constitucionales, procurando lograr un equilibrio entre los intereses públicos y los derechos de los particulares, constituyen los parámetros básicos que es necesario jerarquizar. Estas normas exigen que al ser sancionadas sean debidamente consideradas las consecuencias que resultarán de su aplicación, efectuando la discriminación que corresponde como único mecanismo que permitirá el respeto al principio de igualdad.

Para lograr tales propósitos es necesario que el Poder Legislativo no resigne atribuciones que por la Constitución le son propias.

El Poder Ejecutivo, en el ejercicio de sus funciones, debe adoptar las precauciones que permitan prevenir las emergencias o al menos disminuir las consecuencias de ellas. No se debe olvidar que generalmente las crisis no obedecen a hechos inevitables de la naturaleza, sino a las equivocadas políticas aplicadas por los gobernantes. Al Poder Judicial le está asignada la tarea de ejercer el control de legalidad y el mantenimiento de las garantías individuales, actuando con flexibilidad al menos para permitir el acceso a la jurisdicción y procediendo con rigor cuando se violen los derechos de los particulares en beneficio de la comunidad. Por último, a los hombres de derecho nos corresponde formular las propuestas y soluciones que alejados de la angustia y necesidades de la emergencia, permitan que los poderes públicos ejerzan sus potestades manteniendo en vigencia el Estado de derecho.

Por último, concluímos con palabras de un clásico del derecho argentino, Joaquín V. González, quien en su Manual de la Constitución argentina, señaló: “El poder de policía, por la naturaleza y forma de su ejercicio, es el más susceptible de convertirse en instrumento de opresión, cuando las personas ofendidas no acuden a la justicia para imponerle su debido límite y establecer la línea que separa las dos esferas: del poder público tutelador y ordenador y de la independencia inviolable del ciudadano”.

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